A Rodolfo, porque era ágil, anguloso, silencioso y noctámbulo, le llamábamos Chat Noir. Ese gato negro tiñoso, de ojos azul vikingo aleteados por un cercén de oscuras pestañas, era sin embargo, en buen normando, muy rubio. Muy rubio y bello, en macho estilo Jean Marais pero sin Cocteau. En él casi todo era contradictorio, paradójico, empezando por su apellido, Cohen, y su católica religión. Rodolfo Cohen, llamémosle así, nunca llegó a conocer a su padre, del pueblo de la Revelación, que intimidado por la insultante belleza de su católica esposa normanda y la falta de reparos para acostarse con otros hombres puso mucha tierra de por medio. Antes que Rodolfo naciera se pegó un tiro. La madre de Rodolfo/Chat Noir lo entregó a las monjas que lo bautizaron. No volvió a verlo hasta que cumplió dieciséis años.

Las dotes felinas de Chat Noir eran conocidas en todo Fontenay y hasta creo que en la región parisina no había dos como él. Una noche, muy perjudicado de zumo de uva, se quedó dormido sobre un banco del Bois de Vincennes; al despertar, con el lancinante mono del tabaco echó de menos un mechero. La policía lo detuvo en el tercer piso de la casa que estaba enfrente del banco. Como había visto abiertas las ventanas que daban al Bois escaló gatunamente la fachada para procurarse fuego. Nada encontró en el salón y entró en una habitación en la que dormía una chica que despertó para pedirle lumbre y de paso invitarla a fumar. Fumaron. El padre de la chica se despertó también y vio a un desconocido en la habitación de su hija. Ella declaró a su favor en el juicio. No lo metieron en la cárcel pero sí en una especie de manicomio o centro de recuperación para desintoxicación alcohólica. No se desintoxicó y siguió bebiendo con ese frenesí que ponen los hombres que aman imposiblemente a sus madres.

Chat Noir era veinte años más joven que yo. Durante tres cursos impartió docencia universitaria, se había doctorado brillantemente en matemáticas, pero por un Edipo mal vivido y peor bebido detestaba a las jóvenes alumnas; lo suyo eran las mujeres que echaban con desgarro de fieras carnívoras los penúltimos fuegos. He conocido matemáticos mejores que él pero nadie tan genial, para todo. Me recordaba a Nash, el matemático, Nobel de economía, que inspiró la película "Una mente maravillosa". Pascal dejó la universidad para ejercer de profesor de gimnasia: en la sala de hoola hup había las mujeres que buscaba. A pesar de ese empleo algo adelaida, entre los duros de Fontenay había tenido su momento de gloria. Un día fuimos a beber tequila a La Perla; al salir ya habíamos olvidado donde estaba aparcado el Porsche. Y digo Porsche porque Pascal siempre tenía alguna novia a mano que le prestaba un Porsche. Entre el despiste y lo bebidos que estábamos parecíamos tan huérfanos e indefensos que un negrazo como la torre Eiffel se nos echó encima a ver qué podía sacarnos. En sus febriles ojos de yonqui cantaban al menos diez muertes. Pero Chat Noir lo dejó tan suave que aún debe andar buscando los dientes en la Rue de Rivoli. Así era Chat Noir.

Hablaba perfectamente español y varios idiomas más. A mí me llamaba por mi nombre judío, Kalazan. Le regalé casi toda la narrativa de Umbral y quedó fascinado por su sentido del humor duro y esquinero. "Cómo me humillas, Kalazan, cómo me humillas", me decía mientras engullía caviar a cucharadas, cuando lo invité a almorzar en Petrossian, parafraseando a Umbral con Emilio Romero en el Palace en parecidas circunstancias. Cómo me humillas, Emilio, cómo me humillas.

Una primavera lo traje a Galicia; aquí se enamoró de Lola, ungida del paganismo campestre de una aldea en cuyo valle canta el Tea. Para probar hasta donde llegaba la pasión de Rodolfo, aquella campesina engolfada de belleza se transformó en sirena y empezó a lanzar sus cantos a un lobo de mar con tres aretes en la oreja peluda, de matón y mujeriego, ganados a puro coraje en tres doblamientos del Cabo de Hornos. Chat Noir no lo pensó mucho. Buscó el cuerpo a cuerpo y a las primeras de cambio lo noqueó de un par de jabs al mentón, y la oreja peluda, la de los tres aretes, la dejó clavada en la puerta de Lola con el mismísimo cuchillo con el que se la había cortado. Desde entonces llovió lo suyo.

Hace unos días volví a estar con él. Rodeados por un cendal de cómplice niebla nocturna, nos sentamos en el Bois a beber como solíamos en una mesa escondida en la espesura. Empezamos bien; la sidra fresca nos sabía a gloria, pero al rato Chat Noir se puso triste. Le pregunté si era debido a los acontecimientos de Gaza. Me dijo que por supuesto pero había más. Acababa de regresar de Normandía de visitar a su madre. Allí se encontró con un amigo recientemente divorciado; tomaron bastantes copas y en la confidencia que siguió Rodolfo le dijo al amigo que no se preocupara demasiado, su mujer no valía gran cosa pues, le confesó, hasta se había acostado con él. El amigo le respondió "entonces tu madre tampoco vale gran cosa pues hasta se acostó conmigo". Y era cierto. Y la sidra ya no nos supo tan bien. Murió esa misma noche, al volante de un Porsche negro.