"En el breve y humilde bulto de estas planas están resumidos los torpes pasos, las culpables quietudes y las melancólicas desventuras de mi miserable vida", escribe Diego Torres de Villarroel en la dedicatoria de su Vida a Doña María Teresa Álvarez de Toledo. Poco importa en cuanto a veracidad o sinceridad, en tan subjetivo contexto, lo que diga de sí mismo Torres de Villarroel. Lo que cuenta es que la máscara con la que se reviste está radiante de ironía, embellecida por la emoción de la libertad, ilustre de mistificación insolente: "…siempre que abro la boca, deseo que todo el mundo me registre la tripa del cagalar". Hay en Diego Torres, a pesar del uso de fórmulas tan inelegantes, la dignidad acerada del pícaro culto e ingenioso que siglo y medio más tarde devendría en dandismo, con Oscar Wilde y Brummell en cabeza, al substituir el rústico cuero de la bota de vino por la porcelana para el té.

En España anduvimos sobrados de dandis castizos secundados por una cohorte de escritores menores, tambaleantes por las confusas y deslizantes fronteras del bohemio y el maldito, que tanto bajaban a la política como ascendían al hampa o al manicomio. Pedro Luis de Gálvez hizo su miel en los comités de depuración, en las sacas, en los paseos –dos mil, le endosaron– y en la crueldad gratuita contra personas conservadoras absolutamente pacíficas e inofensivas. Muñoz Seca lo padeció. "Genio, déjame que te bese en la frente. Si te fusilamos yo te daré el tiro de gracia", narra Agustín de Foxá al respecto en Madrid de corte a checa. Y lo fusilaron. Añade además Gálvez a su descomunal palmarés el de maestro de sablistas en el Madrid bohemio y hampón de unos años antes. Entre otras hazañas, fue a buscar a altas horas de la noche al médico de la Reina urgiéndolo para que atendiera a su propia mujer, aprovechando la ocasión para pedirle diez duros. Cuando murió su hijo, lo metió en una caja y con él en brazos estuvo limosneando durante tres días. Como poeta no le falta tono: "Todo portillo cerrado. /Como mi bodrio sin sal. /Por la calumnia un puñal/tengo en el pecho clavado. /Miseria me dio la hopa/ bajo la que voy muriendo.../¡No es vino, que estoy bebiendo/ mi propia sangre en mi copa!" Y qué decir de Armando Buscarini, autor de El arte de pasar hambre, que a los veintitrés años en impecable carrera de obstáculos había conseguido estar desdentado, paralítico, sifilítico y encerrado en el manicomio. Méritos que sin duda lo avalaban para adscribirse a la estirpe de Dante: "Aunque nací bajo el sol/ del noble solar hispano, /soy un poeta italiano/ más que poeta español. / Porque en mi pecho palpita/ algún aliento gigante/ del genio inmortal de Dante, /…"

El anti-dandi por naturaleza fue Baroja. Su odio para con Alejandro Sawa, la detestación del dandismo y los desgarrados, quedó patente en El árbol de la ciencia. A Cela, que fue a visitarlo con una tarta, Don Pío –recibía en cama y con txapela– lo recriminó amargamente por el dispendio "usted está loco, esa tarta ha debido costarle por lo menos un duro". Y cuando el falangista Luis Aparicio, acompañado de Umbral, le entregó en mano el carnet obligatorio para poder escribir en los periódicos de la época, Baroja, siempre igual a sí mismo, le preguntó cuánto debía. Sin embargo, nada de ello fue impedimento para que su prosa, deslavazada y mazorral, diera alguna buena novela.

Lo cierto es que personajes como Baroja –avaro, mezquino, maniático, misógino, cascarrabias– o Torres de Villarroel –cumplido impostor, genio camaleónico de las múltiples falsedades– aplastan con la densidad de sus personalidades a las nenazas de ahora. De las que Tiger Woods es el paradigma. Cualquiera con sangre en las venas se decanta incluso por la estética canalla de los malditos frente a la pusilanimidad vital del golfista y afines del espectro literario. Alguien que por un quítame allá esas bragas se arrepiente públicamente, confesándose enfermo para inspirar pena y pide ayuda para curar su dolencia de adicto al sexo –como si los demás fuéramos de piedra– es un pobre diablo. A semejante nenaza, uno le recomendaría para ayudarlo que se quedase en casa entregado a la lectura del de los bastones, de Corín Tellado y de O´ Rivas. Porque ya lo dicen los ingleses, todos los hombres mueren pero no todos viven.

Vivir, arrostrando las consecuencias de sus actos, sí que vivió George Best, el mítico jugador del Manchester United FC, maldito bien templado que resumió su vida en un par de frases geniales: "Gasté la mayor parte de mi fortuna en mujeres y alcohol. El resto, lo dilapidé".