Poquísimos economistas han acertado con el diagnóstico y menos aun con el planteamiento de las cuestiones de verdadera relevancia relacionadas con las turbulencias de la "economía real" que de popa a proa han sumergido recientemente a España y seguirán hundiéndola en los próximos años.

Porque por muy gravosos que puedan resultar los desbordamientos perversos del sistema financiero sobre la economía real más importante es tomar conciencia de por qué España ha sufrido en la pasada bonanza, en términos relativos, el sector exterior más deteriorado del mundo, per capita, y el segundo puesto en términos absolutos, sólo por detrás de EE UU.

En el contexto de la globalización, el progreso técnico, con sucesivas e inevitables oleadas de creación y destrucción, ha impulsado una competencia terriblemente dura para con los modelos nacionales rezagados en la adaptación a las mutaciones del entorno, el español entre otros, al tiempo que es fuente de ventajas jamás columbradas para algunos países emergentes, con China e India a la cabeza. Esta situación de contrastados claroscuros es perfectamente conocida por los economistas, y tanto es así que ni los más optimistas niegan las disfuncionalidades inducidas o exacerbadas de la globalización. Ahora bien, parecen olvidar que no otra cosa es el interior de la zona euro: una zona económica de globalización y librecambio a ultranza.

Incluso computando como conviene el deslastre y externalización de funciones y actividades en la industria, el sector en España, debido a la deslocalización y competencia intraeuropea, ha perdido puestos de trabajo mientras globalmente en los últimos años que precedieron a la crisis aumentaba el empleo. En la actualidad, el empleo industrial es menor al que había en la década de los ochenta del pasado siglo, periodo álgido de reestructuraciones. Ello resulta más alarmante, si cabe, habida cuenta que, en la familia de los teoremas del comercio internacional, las aguas, tras no pocos vaivenes y mareas, parece que vuelven a los cauces que les marcó su primera vocación: explicar los beneficios recíprocos del intercambio. Para mayor inri, la ciencia de la New Economic Geography, una de cuyas mejores mentes es la del gallego Diego Puga, apunta resultados demoledores para España, dentro de Europa, en cuanto a la distribución espacial de actividades industriales. O sea, disponemos de las herramientas analíticas que aconsejan pertinentemente la toma de decisiones pero hacemos lo contrario.

Para una economía como la española, políticos y economistas institucionales, en la práctica casi todos, consideran que el librecambio es una solución subóptima desde el punto de vista de la ciencia económica pero políticamente razonablemente óptima en el exterior de Europa y no digamos en el interior. La praxis política y el instinto transaccional entre las naciones hacen que prevalezca la liberalización cuasi completa de bienes, servicios y capitales. Pero aquí interviene crucialmente el tipo de cambio puesto que la competitividad hay que medirla siempre deflactando costes por tipo de cambio. Por tanto, si tomamos como referencia el año 2007, en el que las cosas aún iban relativamente bien, con dichos teoremas del comercio internacional apoyados por la cifras en mano, en qué cabeza de economista profesional –esto es, bien nutrida de ciencia económica y no solamente de ideología economicista– puede entrar que España (déficit comercial: 126 000 millones dólares) tenga el mismo tipo de cambio interior y exterior, eso es lo que significa el euro, que, verbigracia, el de Alemania (excedente comercial: 185 000 millones dólares) Situación agravada por los diferenciales de inflación que deterioran la paridad de la capacidad adquisitiva. Y en esas seguimos, con un sector exterior librecambista aherrojado por el euro, incapaz de generar empleo industrial.

Ya escucho por ahí silbar los tomatazos y a los más listos de la clase corregirme con la cantinela de moda: que la nueva economía de bits, dominantemente terciaria, no tiene nada que ver con el viejo modelo industrial brick & mortar –la del cemento, ladrillo y chatarra que diría el pueblo llano– siendo además menos sensible al tipo de cambio. Bueno, de eso habría mucho que hablar. De momento, lo que sugiere la experiencia industrial y la ciencia económica es que con esta crisis, la competencia internacional y las restricciones cambiarias de un euro sobrevalorado en relación con la competitividad de España, tanto en el interior como fuera de Europa, dentro de diez años la industria nacional será meramente testimonial. Y la de Vigo, prácticamente en situación de monocultivo, hundida.