A la vista de los acontecimientos posteriores puede decirse que a España su actitud al margen de la II Guerra Mundial le supuso un estancamiento económico del que tardó en reponerse el doble del tiempo que necesitaron para su reconstrucción los países que resultaron arrasados por la contienda. Con su proverbial habilidad para convertir cualquier tragedia en un saneado negocio, los norteamericanos reconstruyeron Europa gracias a la solvencia presupuestaria generada por un conflicto del que salieron convertidos en potencia mundial indiscutible. Estados Unidos era un país rico e inmenso en el que incluso el fuego servía para repoblar el bosque, un lugar prodigioso en el que un manco podía fabricarse un brazo amasando cecina de mula con el sudor del otro brazo. Sus cadenas industriales para la fabricación de armamento fueron reconvertidas en factorías civiles de las que salían de manera incesante centenares de miles de automóviles, trenes y bienes de equipo. Para asegurarse la venta de sus productos, concedieron préstamos a sus aliados y a sus víctimas, convirtiéndolos a todos en sus clientes en una arrolladora demostración de que el dinero tiene memoria pero carece de conciencia. No hay un solo país triunfador que duerma mal por culpa de sus reflexiones morales. Como es bien sabido, al final de cualquier guerra el remordimiento, como la culpa, es algo que por lo general solo le concierne a los vencidos. En el caso de España la cosa fue peor que si hubiese luchado al lado de quienes perdieron la guerra. Sólo cuando permitió el establecimiento de bases americanas estuvo Franco en relativas condiciones de recibir alguna clase de pago, aunque Washington administró sus fondos de manera que la española fuese una prosperidad controlada, una penosa pujanza hipotecaria que no libró a los ciudadanos de resolver más tarde sus graves problemas estructurales con las dolorosas divisas de la emigración. Fue durante muchos años un querer y no poder, una lenta redención milimetrada, algo así como si los americanos nos diesen de comer un menú cuya ingestión, en vez de quitarnos el hambre, nos encogiese el estómago. Aplanada por una realidad insoportable e incapaz de reaccionar por sus propios medios, España daba por bueno que Estados Unidos redondease su esperanza con algo de queso y leche en polvo. Es obvio que no hay un solo pueblo que no sea más obediente después del desayuno. Hasta se podría pensar que tal vez a Franco le habría parecido suficiente con que, por influencia de los norteamericanos, la ONU nos hubiese levantado el embargo diplomático, aunque la soprano de El Pardo se conformaba con proyectarse hacia el exterior empaquetada en las pintorescas crónicas de los corresponsales extranjeros, atónitos ante un país en el que la muerte se había integrado como si al cosa en el folklore. A Franco incluso le vino bien el largo ostracismo que siguió a la guerra, aprovechado por el Régimen para purgar a la población y asegurarse de que cuando sin remedio llegase la democracia, en España no hubiese un sólo demócrata. Con las puertas cerradas pudo Franco hacer sin miramientos, y sin testigos, la limpieza que consideraba necesaria para asegurarse el poder y la posteridad. Por eso, mientras Europa recuperaba el resuello y reconstruía sus ciudades y sus fábricas, en España solo prosperaban los cementerios.

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