Este año se iniciarán los actos que quieren recordarnos que ya estamos en el atrio del 200 aniversario de aquella primera vez en que todo el pueblo de Vigo decidió celebrar anualmente esta procesión, sacando a la calle, agradecido, ("…para todos los siglos venideros igual festividad en acción de gracias") la imagen del Cristo de la Victoria, venerada entonces en un altar lateral de la Colegiata de Santa María. Así desde 1810, cada año, tiene lugar el abrazo de Cristo con su pueblo, que para la ocasión se enciende "en torrentes de amor y de luz". Sin embargo aunque la procesión estuvo pegada en un principio al hecho de la Reconquista de la ciudad del dominio francés, hoy "no es precisamente una conmemoración de los actos acaecidos en la puerta de la Gamboa, -dice la historiadora Montserrat Rodríguez Paz-, sino algo más profundo, enraizado en el fervor popular, en la devoción al Crucificado. Los vigueses y no vigueses le imploran su protección, utilizando la procesión como vehículo de agradecimiento por el cumplimiento de sus plegarias".

Quiero pregonar pues que estamos ya en el porche del bicentenario de esa magna manifestación del viguismo cristiano. Valorar nuestras tradiciones, culturales o religiosas, y especialmente aquellas que han adquirido reconocida solera, es lo que transforma a un conglomerado de gentes advenedizas o a nativos insensibles, en ciudadanos comprometidos con el propio terruño. Que la patria no es la tierra, hasta que se transforma en tierra amada. Por ello los hitos de nuestra historia y geografía, -los que nos han convertido en lo que somos-, debemos celebrarlos y darlos a conocer con satisfacción y orgullo cívico. Salvo que los pueblos cayesen en tanta desgracia, que quienes dirigen los diversos órdenes de su vida, estuviesen ellos mismos privados de todo salero y de total solera. Pero como no es éste el caso, sino todo lo contrario - y particularmente en lo referido a los miembros de la Cofradía del Cristo y a su guardián y párroco -, sé que va a haber en esta efemérides celebraciones, gozo y estímulos de cara al futuro. Y sobre todas las cosas habrá que procurar conseguir que las celebraciones sean ocasión de evangelización, particularmente para los más sencillos o para los más alejados. ¡Quiera Dios bendecir el bicentenario de la procesión del Cristo con la gracia de un acercamiento mayor y un compromiso más sólido de quienes nos confesamos sus devotos!

Los grandes estrategas de las guerras del pasado fueron caudillos victoriosos gracias a "sus devotos". Viriato, el Gran Capitán, Carlomagno o Napoleón, tenían sus hombres incondicionales, los que estaban entregados a su causa y les profesaban respeto y adhesión en todo tiempo y hasta la sangre si preciso fuera. Ese compromiso vital está en la raíz de las palabras devoto y devoción. Y así debiéramos ser los cristianos: ¡devotos del Cristo! Qué flaco favor le hacen a la Iglesia y a las manifestaciones de fe, los beatos y las beatas, carnavalesca burla de la auténtica devoción...

Aunque ya se sepa, será bueno recordar que el cristiano bien formado, debe acumular grandes dosis de racionalismo y de iconoclastia. Porque ha de saber dar razón de su fe –actitud tan reclamada hoy por el Papa Benedicto XVI-, subrayando que ésta no se apoya ni en la idolatría de las imágenes, ni en la de las ideologías. Pues nuestro Dios es espiritual, invisible, presente en todo y no cosificado en la materia ni en las banderías. No obstante, el cristiano bien formado tampoco debe olvidar que la teología y la piedad cristiana se mueven en una economía de encarnación: ¡Cristo es la imagen de Dios invisible! Y si es innegable que "a Dios nadie le ha visto jamás", también es constatable que Jesús de Nazaret nos lo ha dado a conocer; y que en Él, en Cristo, hemos tocado y palpado al Verbo de vida. Es decir, que Dios se ha sacramentado en lo humano y su salvación nos llega por lo terrenal. De ahí que en la liturgia y en la piedad cristianas, desde los primeros tiempos –y no digamos nada en la teología de las iglesias de Oriente-, los iconos y las imágenes, especialmente aquellas que por diversas "razones" gozan de gran veneración, se han considerado signos y manifestación de una singular presencia divina. En ese sentido el curriculum del Cristo, a través de ésta su imagen llamada de la Sal, de Vigo o de la Victoria, viene avalado por una larga lista de testigos agradecidos, que acreditarán donde haga falta la divina eficacia de quienes encuentran en Él al protector, al consuelo, al maestro y guía, al defensor y amparo, a la fortaleza y luz, al amigo siempre fiel…

Dejadme hoy –mientras caminamos junto al Cristo de Vigo-, dar gracias a Dios por mis padres y por haberme encontrado en la vida con sacerdotes sabios y excelentes pastores de almas (como Jesús Polo, Juan Bravo, Ramón Búa, Carlos Areán, José Pereira o Moisés Alonso Valverde, por citar sólo a los más teñidos de amor al Cristo de Vigo), que supieron destilar en sus enseñanzas, con la palabra y la vida, en qué consiste la devoción por Cristo y cómo en la espiritualidad personal ordinaria, no deberían faltar las manifestaciones concretas de adhesión y compromiso sacrificado… ¡Sólo ahí está fundamentada la devoción por el Cristo de nuestras victorias y de nuestras caídas, que es el mismo y único Cristo que vive, Resucitado, con nosotros y por nosotros!