Duda el presidente francés Nicolás Sarkozy de la inteligencia de su colega José Luis (R.) Zapatero, pero eso debiera de ser un motivo de satisfacción antes que de disgusto entre los ciudadanos de esta parte de la Península. Ya sean de izquierdas o de derechas, los españoles bien pueden felicitarse por tener a un primer ministro que -según las apreciaciones de Sarkozy- emularía a gobernantes de tanta importancia como el emperador romano Claudio o el norteamericano George Bush (hijo).

Mucho antes de que a Sarkozy se le fuera la lengua, el jefe de la oposición española, Mariano Rajoy, había reputado ya a Zapatero de “bobo solemne”. Se conoce que hay cierta coincidencia -justa o no- en denigrar las virtudes intelectuales del actual presidente del Gobierno. Pero eso es lo de menos.

Aun el caso de que tal tontuna fuese cierta, no tendría por qué resultar necesariamente mala para un político. Ahí tenemos, un suponer, el ejemplo del emperador romano Claudio al que sus contemporáneos reputaban de necio, según nos enseña la Historia. Tío del malvado Calígula, Claudio llegó al poder de manera un tanto accidental y en circunstancias más bien indecorosas, al ser proclamado emperador por la guardia pretoriana que lo encontró escondido detrás de una cortina de palacio.

El tal Claudio gastaba fama de torpe y abúlico, pero fueron precisamente esas cualidades las que animaron a los conjurados a nombrarle jefe del Imperio Romano en la confianza de que un tipo así sería fácil de manejar y útil a sus propósitos. Pronto comprobaron que en realidad Claudio sólo se hacía el tonto, como bien demuestra el hecho de que presidiese una de las etapas de mayor prosperidad de Roma en la que extendió los límites del imperio hasta las islas Británicas.

El emperador al que Robert Graves inmortalizó en su novela “Yo, Claudio” era un hombre de carácter apocado al que tampoco beneficiaban su falta de memoria y una molesta tartamudez. Paradójicamente, fueron esas carencias -y el hecho de que perteneciese a la familia imperial- las que le auparon a la máxima magistratura de Roma.

Su caso recuerda al de George Bush el Joven, perteneciente también a una familia del moderno imperio norteamericano que dio a Estados Unidos dos presidentes y un gobernador. Bush no tartamudeaba como Claudio, ciertamente; pero a cambio eran bien conocidas sus dificultades de expresión y sus oceánicas lagunas de conocimiento. Y por si todo ello fuera poco, el paralelismo entre ambos se acentúa por el hecho de que Bush ganase la presidencia con menos votos que su contrincante Al Gore y tras casi un mes de recuento de las dudosas papeletas emitidas en Florida, Estado bajo el gobierno de un hermano suyo.

También Zapatero llegó al poder de forma aparentemente casual. Una semana antes de las elecciones de 2004 en las que se ganó el derecho a vivir en La Moncloa, la única duda que dejaban en el aire las encuestas era si su contrincante Rajoy alcanzaría el poder por mayoría absoluta o se vería obligado a buscarse amistades en el Congreso. Ningún sondeo cuestionaba entonces su condición de favorito para ser el candidato más votado. Pero tampoco nadie podía prever que los terribles atentados de Atocha echasen por tierra todas las quinielas previas a aquellas elecciones.

Sus rivales del partido conservador nunca le perdonaron a Zapatero esa supuesta condición de presidente “accidental” y todavía hoy asumen que logró el poder por parecidas razones a las que dieron el triunfo a Rodolfo Chikilicuatre en el concurso para elegir candidato al Festival de Eurovisión.

Poco importa que eso sea cierto o no. Si hemos de creer a Sarkozy -y tampoco hay por qué-, Zapatero sería una mezcla de los emperadores Claudio y Bush, lo que en sí mismo no resulta una mala comparación. Para los politólogos y demás expertos queda la tarea, sin duda ardua, de averiguar si realmente es tonto o se lo hace. Y qué más da.