Casi agotadas las reservas de suelo para hacer pisos y las de agua para construir embalses, lo único que nos quedaba por vender aún a los gallegos era el aire. En ello está ahora la Xunta, que ha sacado a la puja un lote de futuros parques eólicos con sus ordeñadores de viento valorados en miles de millones de euros de vellón. No es de extrañar que tan magno y a la vez etéreo concurso se haya aplazado en medio de toda suerte de incidencias hasta las vísperas de Navidad. Hay mucho aire -y mucho más que aire- en juego.

Galicia no es la Mancha, desde luego; ni estos son los molinos que Don Quijote tomaba por gigantes. Aun así, la fantasía cervantina se ha hecho realidad hasta tal punto que la del viento es ahora una industria verdaderamente gigantesca en la que aspiran a pillar cacho todos los grandes capitales de Galicia, el resto de la Península y parte del extranjero. A cambio, cierto es, de no pequeñas compensaciones que sin duda contribuirán a vigorizar la todavía débil economía de este país.

Ningún otro reino más apropiado que el de Breogán para hacer que del aire fluyan imparcialmente la electricidad y el dinero en un proceso que algo tiene de magia e incluso de brujería. Ordeñar kilovatios al viento es tarea prodigiosa y de mucha maravilla capaz de asombrar incluso a los descreídos gallegos que resumían su pasmo en la antigua sentencia: "Parece cousa de encantamento: vai polo aire e ven polo vento".

Portentoso resulta igualmente que un país de suyo algo atrasado como Galicia se convirtiese durante los últimos años en la primera potencia eólica de España y una de las grandes de Europa. Más que nada porque la del aire es una industria limpia, respetuosa y hasta cariñosa con el medio ambiente, según admiten -con algún reparo de orden paisajístico- la mayoría de los ecologistas.

Si aparte de ofrecer tan feliz imagen de modernidad y limpieza resulta lo bastante productiva como para que los capitalistas acudan a invertir en tropel, poco más se puede pedir, salvo una buena concesión al Gobierno. Infelizmente, el aire es poco y en cambio muchos los aspirantes a ventilarlo. Detalle que acaso explique el sordo forcejeo que en apariencia ha obligado a aplazar el reparto del viento galaico.

A menudo se acusa a los políticos de vender humo en campaña electoral, pero ya se ve que en realidad lo suyo es subastar el aire. No contentos con administrar la tierra y la vida de los habitantes que en ella residen, ahora han extendido también su gobierno a la atmósfera: una circunstancia que confirma -por si hiciera falta- los atributos divinos de los que está dotado el poder.

No ha de ser casualidad que los propios gobernantes califiquen de concurso "eólico" -en clara alusión a Eolo, dios del viento- la puja aérea que tan ajetreada está resultando en Galicia. Cuenta en efecto la mitología griega que Zeus delegó el control de los vientos en Eolo, que los tenía a buen recaudo en una sima y gozaba de la potestad de encerrarlos o soltarlos a su gusto. Más o menos la misma facultad que ahora posee el conselleiro de Industria, aunque en su caso haya optado por liberar los aires mediante el más moderno y engorroso método administrativo del concurso.

Corren malos tiempos para la lírica. País de muchos y buenos poetas, Galicia está abandonando su vieja afición al verso para sustituirla por la explotación industrial de elementos tan literarios como el aire. Poco podía imaginar Rosalía que su sentida evocación de los "Airiños, airiños, aires" de esta tierra era en realidad una profecía de futuros y enjundiosos negocios que empieza a cumplirse siglo y pico después de formulada. Tras la tierra, el agua y ahora el viento, ya sólo nos queda a los gallegos vender el fuego: ese elemento sin control que cada pocos años arrasa los bosques del país. Lástima que no encontremos comprador.

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