A veces pienso que el reconocimiento de un error dice más de la decencia de una persona que la suerte de no haberlo cometido. Un hombre puede equivocarse por precipitación, mantenerse en el error por orgullo y esperar luego tranquilamente a que su mala memoria se lleve por delante su mala conciencia. Muchas de las personas que les afean a los políticos su resistencia a dimitir, podría reprocharse a sí mismos su incapacidad para arrepentirse. Personalmente le debo a las estimulantes prisas del periodismo muchos de mis mejores trabajos, pero he de reconocer que esas mismas prisas me llevaron en no pocas ocasiones a cometer errores indeseables y dolorosas injusticias. Hay en este ambiente quien dice que el reconocimiento de los propios errores no conduce a otra cosa que a la pérdida de la reputación, pero aunque eso fuese cierto, yo añadiría que hay ocasiones en las que es en la pérdida de esa relativa reputación donde reside precisamente la conquista del prestigio, del mismo modo que en la eficacia en la lucha contra los incendios forestales se impone a veces el doloroso deber de talar algunos árboles. ¿Cuántos errores habré cometido en cerca de cuarenta años de periodismo, suponiendo que dedicarme a este oficio no haya sido el primero? Supongo que la mitad de los que se me atribuyen y el doble de los que recuerdo. Entre los que se me atribuyen y aquellos que recuerdo, hay uno que figura en ambas categorías y constituye para mí el paradigma del error cuyo remordimiento prevalece más allá del perdón. Me refiero a los varapalos que le sacudí a Xosé Manuel Piñeiro al principio de su carrera televisiva, cuando él trataba de sobreponerse a la mediocridad del formato que le habían encomendado, a la inevitable escasez de medios y a los críticos que, como era mi caso, encontraban muy masculino y muy innovador escribir sus crónicas de manera que pareciesen redactadas con un bate de béisbol. Supongo que en la insistencia de mis ataques me ayudó mucho el hecho de no conocerle personalmente. Me comporté con Piñeiro igual que uno de esos aviadores que descargan a medianoche sus bombas sobre un poblado en la selva y regresan a su base sin haberle echado un vistazo al daño causado. Repetí unas cuantas veces el bombardeo y después de cada operación regresé a la base sin la menor sensación de haber causado desperfecto alguno, ajeno al dolor producido, sin otra preocupación que reponer la bombas bajo las alas para repetir la operación tan pronto cayese otra vez la noche sobre la selva... Hasta que una tarde mi colega Luis Rial, de la Radio Galega, me presentó a Xosé Manuel Piñeiro en el pub "La Radio" y cambiamos impresiones. Me sorprendió que Piñeiro mantuviese todo el rato una sonrisa en los labios. Aquella sensación de felicidad me produjo el mismo desconcierto que imagino que sentiría el aviador si después de una docena de ataques aéreos se enterase por la prensa de que, lejos de causar bajas, sus bombas habían aumentado la natalidad en el poblado. Debo reconocer que la nuestra fue una conversación muy cordial y que al ausentarse Xosé Manuel, le reconocí a Luis Rial la injusticia de haberme cebado con un tipo tan inteligente, tan agradable y tan afectuoso, un muchacho que en una exhibición de elástica sencillez incluso había acudido a nuestra cita montado en bicicleta. Fue el suyo un magnífico ejemplo de jovial estoicismo y de presencia de ánimo. Su actitud contemporizadora desmontó para siemrpe mi dureza. Habrían de pasar muchos años hasta que un carnicero me dijese que por extraño que pareciese, lo cierto era que el queso tierno cegaba el cuchillo que lo cortase. Reduje entonces mis ataques a su trabajo y, como era previsible, mi estilo periodístico menos agresivo solo me sirvió para que me relevasen como crítico de televisión, lo que constituye en mi biografía uno de los fracasos de los que me siento más orgulloso. El tiempo limó las asperezas que pudiera haber entre nosotros y cada cual se buscó la vida como pudo. En su caso, Xosé Manuel Piñeiro se consagra cada tarde con la presentación en la TVG de un programa -"Acompáñenos"- en el que da la medida de un profesional inteligente, natural, expresivo, ecuánime y cordial que congrega frente al televisor a la campesina y al profesor de universidad, al muchacho del piercing y al abuelo de reloj con leontina, al petrucio que firma en el notario con el dedo y al novelista ilustrado, en una obvia demostración de que se puede hacer una televisión excelente sin necesidad de fiar su éxito al maquillaje, a la peluquería o al escándalo, empleando la palabra sin que se note la lengua, con ese estilo en el que la sencillez no produce frivolidad, contando, además, con un público de gente corriente, como tú y como yo, hombres y mujeres que no conocen otro casting que no sea el de la vida misma. Pero hay más: Piñeiro se ha rodeado de un equipo de colaboradores heterogéneo en su origen pero compacto en su sinceridad, en el que, entre otros, Fidel Fernán pone un toque de sensata elegancia, Dorotea Bárcena produce sensación de madura rebeldía, Isi transmite frescura de clase media campesina, Don Vila derrocha un humor que te deja pensativa la sonrisa y los más jóvenes demuestran que a veces es la inexperiencia lo que hace sensata a la buena gente, sin olvidar, claro está, que el rostro fluorescente de Alba Lago se merece la firma cinematográfica de George Cukor y que Sonia López, bella e inalámbrica, es seguramente la chica en la que pensamos todos mientras bailamos "Woman in love" con la mujer equivocada.

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