Como todos los años, hago lo posible para ver los momentos finales de cada etapa del "tour" de Francia en televisión. Al menos de las que se presume que van a resultar más ardorosamente disputadas, que suelen ser las que cruzan los Pirineos y los Alpes. Ver el esfuerzo agónico de los corredores monte arriba, cómodamente sentado en un sillón y con un refresco a la mano, es un placer de patricio. Desde aquellos años lejanos en los que seguíamos la ronda francesa por la prensa y la radio, imaginando las proezas de nuestros favoritos, la evolución de la técnica nos ha permitido un acercamiento extraordinario a todos los detalles de la carrera. Y no hay suceso, por mínimo que sea, que escape a nuestra atención. La cámaras que viajan en moto recogen al instante las escapadas, las caídas, los abandonos, los avituallamientos, las entregas de premios, los descensos vertiginosos al borde del abismo, las esforzadas subidas a los grandes puertos, y el enjambre bullicioso del "sprint" final, en el que lo que realmente maravilla es que todos los participantes en ese pedaleo frenético no acaben por el suelo en un confuso montón de ruedas, hierros, piernas y brazos. Pero, además de eso, las cámaras instaladas en los helicópteros nos ofrecen un panorama a vista de pájaro del paisaje por donde circula el pelotón de los esforzados de la ruta (aquellos a los que los cronistas románticos llamaban, muy atinadamente, la "serpiente multicolor"). Y esta faceta del "tour" de Francia resulta muy atractiva, porque la televisión del vecino país, siempre tan chovinista, no pierde ocasión de mostrar orgullosamente toda la belleza que atesora su nación. Este año dio la gozosa casualidad de que la carrera se iniciase en la región de Bretaña, esa comarca a la que, todos los que vivimos en el noroeste español, tenemos idealizada como ejemplo del desarrollo urbanístico sensato y de la conservación del patrimonio cultural. Cuando en Galicia comenzaba a hacerse patente el destrozo inmobiliario, don Álvaro Cunqueiro, en su "Crónica del sochantre"(1956) trasladó a territorio bretón un paisaje y un paisanaje que muy bien pudiera ser los de su tierra natal. Quizás con la intención de salvarlos mediante una ingeniosa parábola literaria. Daba gusto ver en la televisión francesa una sucesión de hermosos pueblos con casas de una o dos plantas, iglesias monumentales, puentes airosos, parques y jardines bien cuidados, y un aspecto general de orden y tranquila prosperidad. Y la misma admiración despertaba un campo cuidadosamente labrado y unos bosques de frondosa flora autóctona, donde predominaban el castaño, el roble y el pino. En todos los días que seguí el itinerario de la carrera ciclista no pude ver ninguna plantación de eucaliptos, ese árbol horrible que ha desvirtuado buena parte del paisaje de Galicia y de Asturias. Por contraste, en la Vuelta a España, o en cualquiera de las competiciones regionales, la habilidad de los cámaras de televisión consiste en ocultar las macro-urbanizaciones costeras, las barriadas marca "El Pocero", o las casas al estilo "caixón". Todo lo más se limitan a tomarlas desde muy lejos, para desvirtuarlas. Y si no me creen, vean y comparen.