Al decir de los expertos, una de las tareas más difíciles del juzgado de un crimen especialmente horrible es encajar de la forma debida la función vindicadora del Código Penal con la rehabilitadora que marca la Constitución y, así, hacer justicia. Cuando no lo logra -o al menos cuando la sociedad considera que no es suficiente- suele apelar a la letra de la norma y, en en casos especiales, exigir que se modifiquen las Leyes para así impedir que los delincuentes tengan, o lo parezca, más derechos y garantías que sus víctimas.

En estas últimas semanas, la coincidencia de agresiones sexuales con la evidencia de que los castigos o son insuficientes o se cumplen de un modo inaceptable para la gente corriente -que forma la sociedad, y por tanto, es el sujeto y el objeto de la Justicia- han levantado, más que un clamor, un estruendo. Y no sólo por desacuerdo con los castigos, sino por la evidencia de fallos estrepitosos y, sobre todo, la probable ausencia de adecuación entre los hechos y el Derecho. Y eso daña a la credibilidad del sistema en su conjunto.

Los casos de pederastia, y aún más los que añaden asesinato, tienen una calificación penal probablemente escasa, según algunos especialistas, y seguramente un tratamiento penitenciario demasiado blando al decir de otros. En cualquier caso, la opinión pública ha reaccionado con indignación ante muchos de ellos y, como queda dicho, no sólo ha reclamado un castigo mayor, sino un modo de cumplirlo adecuado al horror de los delitos cometidos. Y hay mucho de verdad en sus críticas y de razón en sus reivindicaciones.

En ese marco, no parece irracional exigir que en determinados delitos horribles se anteponga de forma plena la vindicatio a la rehabilitación, y si para ello es necesario modificar la Constitución, pues habrá que hacerlo. No debiera existir un impedimento considerable, sobre todo cuando, para asuntos menos graves, mucho menos dolorosos -y adscritos casi todos ellos a la muchas veces difusa área de lo político- tantos han estado tantas veces de acuerdo en que la Carta Magna no era intocable si se quería que siguiera siendo justa.

Y no se trata de volver al medievo ni de romper con el Derecho Penal humanista de Cesare Beccaria o Concepción Arenal. La mejor garantía de que el principio de legalidad -nulla poena sine lege- se mantiene está precisamente en que la reforma se haría a través de la madre de todos los derechos, que es la Constitución: de lo que se trata es de que esa maternidad acoja también a los de quienes padecen la máxima injusticia. Y de dar a la sociedad lo que ésta, desde la democracia, está reclamando con un estruendoso clamor.

Porque la gente, en definitiva, es el Derecho del mismo modo y manera que para para la gente tiene que estar concebida la Justicia. Aislar ambos conceptos de la humanidad de cada día es inutilizarlos o, peor aún, desnaturalizarlos.

¿Verdad...?