Donald Trump prendió ayer la mecha de un nuevo episodio de confrontación entre israelíes y palestinos al reconocer a Jerusalén como capital del Estado judío, aunque, en un intento de rebajar la tensión, funcionarios de la Casa Blanca admitieron previamente que el traslado de la embajada estadounidense desde Tel Aviv a la ciudad de los tres credos puede durar "años".

Sabedor de la discordia que estaba sembrando, el magnate intentó presentar su decisión como una obviedad. "Esto no es nada más ni nada menos que un reconocimiento de la realidad. Es, además, lo correcto, algo que tiene que hacerse", dijo en la sala de recepciones diplomáticas de la Casa Blanca.

Y dado que el Congreso ya aprobó la ley para hacer la mudanza de la legación en 1995, culpó a sus predecesores de no haber hecho "algo obvio". Y quizá, sugirió, por cobardía.

La decisión de Trump convierte a EE UU en el único país del mundo que reconoce la capitalidad de Jerusalén, lo que, en la práctica, liquida la denominada solución de los dos estados, ya que los palestinos quieren establecer su capital en la parte este de la disputada ciudad, que Israel les arrebató en 1967.

De esta manera, aunque el magnate dijera por primera vez que está "comprometido" con la solución de los dos estados ("si ambas partes lo aceptan", precisó), la realidad es que su decisión pone más cuesta arriba que nunca la consecución de un arreglo.

No en vano Trump afeó a sus predecesores que no trasladaran la embajada para no entorpecer las negociaciones entre las partes, cuando, más de veinte años después, "no estamos más cerca de un acuerdo duradero de paz".

El nuevo "trumpazo" llega cuando las dos principales facciones palestinas, Fatah y Hamás, intentan completar un complejo proceso de reconciliación para unificar posturas y sumar fuerzas frente a Israel. Un frente común que el Estado judío no desea ver concluido y que el presidente palestino, Mahmud Abás, llamó ayer a materializar para hacer frente a "graves peligros".