La coincidencia de los incendios en los edificios de París y la catástrofe de Nueva Orleans ponen en evidencia que el Primer Mundo no es algo homogéneo, ni siquiera un barco en el que todos navegan en clase preferente, porque, como ha pasado siempre en los barcos, antes y después de Carlos Marx, siempre ha habido clases. Y hay ciudadanos que habitan suites reales, camarotes lujosos con terraza, y ciudadanos que se alojan en camarotes de interior, cerca del cuarto de máquinas, sin aire acondicionado.

Ya sabíamos que Francia no era la Avenida de los Campos Elíseos, ni siquiera la Place Vendome, y que Estados Unidos no es únicamente la Quinta Avenida de Nueva York o Park Avenue, pero las miserias de los países del Primer Mundo, como sucede en los países del Tercer Mundo, se suelen esconder en el callejón trasero para que no afeen la contemplación de los turistas. Bien es cierto que en el Tercer Mundo, los callejones de atrás suelen ser las avenidas principales, y la miseria es tan evidente y ubicua que no hay manera de eludirla. Pero tanto en el caso de París como, y sobre todo, en el de Nueva Orleans, la existencia de la parte trasera y miserable de la casa no ha habido manera de esconderla.

Puede que el orgullo de Occidente esté más herido por lo de Estados Unidos que por lo de Francia. A cualquier país se le pueden asar unas cuantas personas hacinadas en edificios ruinosos, pero la logística, como le llaman ahora a la distribución y al alojamiento, ha sido digna del Tercer Mundo en lo que se refiere a Nueva Orleans. Ni previsión en los días anteriores, ni siquiera conjeturar que no todos los habitantes de la ciudad disponen de un automóvil. ¿Hay familias estadounidenses que no tienen automóvil? Las hay. Miles de ellas viven, mejor dicho vivían, en una ciudad del Primer Mundo donde muchos de sus miembros han muerto con la misma facilidad que si se alojaran en algún archipiélago caribeño, en algún país de África, en algún lugar del sudoeste asiático.