La secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, aseguró el domingo que el Gobierno heredó un sistema público de pensiones "al borde de la quiebra"; pero la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, sostuvo el 25 de febrero lo contrario: el Fondo de Reserva de la Seguridad Social dispone, dijo, de 63.000 millones de euros, "el doble del de Alemania".

En realidad, el fondo de reserva era superior: tenía 70.000 millones, aunque en 2012 el Gobierno del PP detrajo 7.003 millones para el pago de las pensiones y la extra de Navidad de los jubilados. El 40% de esa cuantía lo restituyó el pasado mes de febrero.

El problema más apremiante procede de la crisis económica, que sigue dañando la sostenibilidad del sistema porque los cotizantes (ingresos) continúan bajando (se redujeron en 787.241 en 2012) y los pensionistas (gasto) siguen subiendo (crecieron en 61.165 el año pasado). Y a ello se suma el efecto perverso de la devaluación interna. Las reducciones salariales que se están produciendo en España desde hace tres años (y que se agudizaron en 2012 con la reforma laboral, hasta liderar las bajadas en la UE) suponen una caída pareja de las cuotas que se abonan a la Seguridad Social.

Estas tensiones sobre la Seguridad Social pueden ser coyunturales, ligadas a una crisis económica de una complejidad y dureza sin precedentes desde la Gran Depresión. El problema es que, en la medida en que los menores niveles salariales hayan venido para quedarse, la merma de las cotizaciones pasará a ser un rasgo estructural que obligará a replantearse las bases de sostenibilidad del sistema público de previsión.

El otro problema de fondo es demográfico. Las pensiones públicas operan como un sistema de reparto, basado en la solidaridad intergeneracional: cada generación financia las pensiones de la que la precedió. Sobre este modelo se vienen pronosticando colapsos y desenlaces funestos desde hace décadas; pero las sucesivas predicciones de quiebra jamás se han cumplido y se han ido posponiendo.

Otra cosa es que no se deba desatender el hecho cierto del envejecimiento poblacional -el número de pensionistas aumenta al 1,45% anual y la esperanza de vida también crece- y de que la proyección a futuro alerta del riesgo de que se siga desequilibrando la relación entre cotizantes y jubilados. Muchos analistas vienen vaticinado que esa tendencia acabará siendo insostenible.

Como no parece razonable pedir a los pensionistas que se mueran rápido -como dijo en enero el ministro japonés de Finanzas, Taro Aso-, las opciones que quedan son el crecimiento económico, la creación de empleo, volver a atraer inmigrantes (es decir, futuros cotizantes) cuando se den las condiciones, frenar las jubilaciones anticipadas, acercar la edad de jubilación efectiva a la legal, alargar la vida activa en proporción al aumento de la longevidad y, en último término, atemperar las prestaciones a las disponibilidades.

Si la sociedad española decidiese que este modelo es una conquista social y un bien público que preservar, no hay por qué desdeñar el apoyo tributario, al igual que antaño el Estado recurrió al dinero acumulado por los cotizantes a la Seguridad Social para solventar sus problemas presupuestarios y para costear las pensiones no contributivas y del mismo modo que el erario público asume los sobrecostes del desempleo y otras prestaciones básicas del Estado del bienestar, incluidas las pensiones básicas de quienes nunca cotizaron o no generaron suficientes derechos para la prestación.

Hoy, en plena crisis soberana, un apoyo desde los Presupuestos del Estado al sistema de pensiones es inimaginable, y ni tan siquiera es necesario mientras exista el colchón del fondo de reserva, pero el crecimiento económico volverá y para entonces España deberá elegir un modelo a la europea (impuestos altos y altas prestaciones sociales) o un sistema a la americana: bajo nivel impositivo pero prestaciones privadas.Lo que ha fracasado es la fórmula mixta por la que optó España entre 1998 y 2008: servicios y prestaciones públicas al alza con una presión fiscal a la baja.

Adoptar o no -y sólo si fuese necesario en algún momento- un apoyo a las prestaciones del servicio público de pensiones desde los Presupuestos Generales del Estado -y sin renuncia a todas las reformas y adaptaciones que haya que hacer del sistema de previsión para garantizar su sostenibilidad- es una opción que la ciudadanía ha de decidir eligiendo entre unos y otros gastos e inversiones. Es una mera cuestión de prioridades.

Las políticas de apoyo público a sectores productivos, colectivos y fines diversos son numerosas y se consideran naturales. Incluso la presión ciudadana fue decisiva para que hoy existan líneas de AVE infrautilizadas, autopistas en quiebra y aeropuertos vacíos, y para que, con recursos de todos los contribuyentes españoles -viajen o no- se subvencionase de forma encubierta en casi todas las comunidades autónomas a compañías aéreas con sede en otros países -y que además tributan y cotizan fundamentalmente en el extranjero y no en España-, porque se entendió que los vuelos baratos y las conexiones directas desde cualquier provincia con grandes capitales europeas eran un derecho prioritario de la ciudadanía que viaja en avión.