José Antonio Rodríguez Rodríguez, inevitablemente Rodri o Rorro desde la escuela, se levanta cada martes y otea el cielo desde la ventana. Basta con que no llueva para que se acerque a Samil. E igual los fines de semana. Allí, en las canchas más próximas al Lagares, juega al baloncesto. Corre, bota, dribla, amaga, penetra y sobre todo tira. Sus rivales, adolescentes, maduros, alguno cincuentón, temen la infalibilidad de su muñeca. Rodri, miembro destacado de Estudiantes y Álvarez en los sesenta, cumple el 30 de diciembre 79 años.

"El baloncesto es para mí el deporte rey. Me fastidia que se facilite material para niños en el fútbol y en cambio no haya canastas pequeñas, por ejemplo. Así provocan que huyan", se indigna. Pero él no necesitó incentivos para enamorarse del baloncesto. Fue durante los años cuarenta en la calle Roupeiro, tan estrecha que no alcanzaba para jugar a otras cosas. Rodri se entretenía lanzando la pelota a un cuadrado pintado en la pared. "Jugar a la llave también me ayudó a afinar la puntería", sonríe.

Al baloncesto convencional aprendió en el Labor, colegio al que llegó tras pasar por Jesuítas -"me sacó mi padre porque me querían llevar al seminario", revela-. "Entonces te enseñaban más fundamentos colectivos que individuales", explica. Rodri se acuerda vagamente de la visita de un tal Mister Spalding, quien sabe si relacionado con la conocida empresa de material deportivo, y que los marcadores "eran 18-14 y así". Una escasez comprensible: jugaban en canchas de tierra, incluso bajo aguaceros, sin poder botar y con los paraguas de la gente arremolinándose sobre las líneas. El balón se confeccionaba con cuero resbaladizo, a veces atado con cuerdas, que herían las manos igual que las costuras.

Rodri dejó el Labor a causa del fallecimiento de su progenitor, para hacerse cargo de la empresa familiar, y al poco lo fichó Estudiantes, equipo radicado en la Escuela de Peritos. Compartió vestuario con el que elige como mejor compañero, el internacional Chus Codina, que se había mudado de Segovia a Santiago por trabajo, y con otras figuras como Montilla o el marroquí Mimun.

Fue su etapa moza, con paso por el Toralla entre medias. Quebrada la firma familiar, Rodri encontró ocupación en el Grupo de Empresas Álvarez. Y como en plantilla coincidían varios ex del Estudiantes, acabaron organizando un equipo. Rodri jugó allí hasta los 28 años, aunque solo cobró algún dinerillo en el último ejercicio (2.000 pesetas), y clausuró su carrera una temporada más tarde en el Ademar. "Cuando llegabas a los 30 ya te consideraban viejo", destaca.

Esa década de trayectoria le alcanza para lucir currículo. Ganó dos veces el Campeonato de España de Empresas. Y fue una vez campeón gallego con Estudiantes y cinco con Álvarez de forma consecutiva. "Siempre caímos en el sector de ascenso a la máxima categoría, que solo tenía doce equipos. Si hubiesen sido 18, como ahora en la ACB, seguramente hubiésemos jugado en ella", reflexiona Rodri, a su modo pionero incluso en cuestiones tácticas. "Yo jugaba de cuatro, aunque no fuese alto. Me abría y tiraba desde fuera. Y decían que defendiendo parecía medio chiflado".

Él y sus compañeros se convirtieron en una auténtica atracción social de la época. Recorrían las fiestas realizando exhibiciones. Jugaban en A Barxa, Las Cabañas, O Calvario, Vía Norte... En el Náutico disputó un amistoso con Buscató. No fue su único rival prestigioso. Conoció a Brabender, Monsalve, Luyk o Emiliano. Antonio Díaz Miguel les impartió una conferencia en una ocasión con un jovencísimo Aíto García Reneses a su lado.

Tras la retirada Rodri fue aquietándose el vicio en partidos informales a la vez que seguía trabajando en Álvarez. La reconversión industrial de los ochenta lo convirtió en un prejubilado a los 52 años.

- ¿Y ahora qué hago?-, se preguntó.

El baloncesto ha sido una parte esencial de su agenda durante el último cuarto de siglo -también pinta, casi ya medio centenar de cuadros-. En Samil, a donde acudía a correr, descubrió un día a unos jóvenes tirando a canasta. Se hicieron amigos y la pachanga quedó institucionalizada. El martes acabó quedando fijado como el día de la cita. De San Remo se mudaron a las canchas del final del paseo por asegurar que alguna tuviese bien los aros. Varios compañeros de juego lo han acompañado durante todo el trayecto. Otros se han ido yendo o han ido llegando, según los vaivenes de sus biografías. La pachanga funciona incluso como punto de encuentro para emigrantes e hijos pródigos. Una especie de ser pluricelular en constante evolución, con Rodri como elemento permanente. Sábados y domingos son de acceso abierto.

"¿El secreto de mi longevidad? No sabría decir. Luis Miró nos enseñó preparación física en los tiempos de Álvarez. Y yo creo que aquellos viajes de siete horas para ir a jugar a Ferrol y O Barco, en autobuses con asientos de madera, también me fueron fortaleciendo", aventura. Se toma una pausa y añade con una mirada pícara: "A veces creo que ha sido la providencia o un ser superior. A mi madre se le murieron cuatro hijas al poco de nacer. Cuando se quedó embarazada de mí tenía mucho miedo. Mi familia tenía amistad con gente de Ribadavia. Un día los llevaron bajo el puente de Carballeda de Avia, a un conjuro de esos. Todo salió bien conmigo. Algo habrá".

Rodri ha ido a jugar después de las sesiones de radioterapia que completaban su tratamiento contra el cáncer de próstata. Ha reaparecido pocos días más tarde de que le hayan quitado una porción de intestino por un polipo. Ahora acaba de recuperarse de una lesión en el tendón de Aquiles. Ni por un instante dudó que regresaría. La escena se ha repetido varias veces en la consulta del médico.

- Doctor, me duele aquí.

- Algo tendrá que dolerle, con la edad que tiene.

- Tenía esa misma edad ayer y no me dolía.

Más allá de genética y cuidados, a Rodri lo impulsa su frescura mental; esa voluntad de imponerse a la decrepitud, el hartazgo, la abulia. Hace algunos años se encontró con un amigo de la infancia en Castelao, donde los jubilados quedan a echar la partida y charlar.

- ¿Y de qué habláis?

- De nuestras enfermedades.

- ¿Toda la tarde hablando de eso? Venta a Samil conmigo a correr y saltar. Allí estoy con unos chavales que solo hablan de follar y salir por la noche.

No es que le falten achaques. Enumera: "Tengo diabetes, el ácido úrico y el colesterol altos... Es mejor nombrar lo que no tengo". Su mujer, María Teresa, le ha pronosticado que fallecerá en la cancha y él, igual de feliz cuando anota que aquel niño de la calle Roupeiro cuando acertaba en el cuadrado pintado en la pared, lo acepta: "Me moriré jugando. Pero el baloncesto me da la vida".