"La puta actitud", gritó Cerillo en un tiempo muerto, mientras Jabato se giraba a recoger su pizarra. Sus compañeros lo miraron sin alterar el gesto fúnebre. A ninguno se le contagió la rabia. Tampoco nadie se le encaró en protesta. Son buenos chicos. Acatan, asumen, aceptan. No regatean el esfuerzo durante la semana. Luego, en el partido, el primer contratiempo los derriba. Se están plegando al destino. Por el desagüe, mientras, se escapa medio siglo de historia del Octavio.

Son los mismos buenos chicos que el año pasado firmaron una temporada prodigiosa. Entonces todo fluía. El balonmano era un juego divertido. Hoy se ha convertido en una tortura. Diogo no fue renovado. Silva se lesionó. Cerillo tardó en regresar. Los fichajes no tenían el cuajo necesario. Más allá de eso, las dinámicas del deporte. Aquel punto perdido en Gijón en el primer encuentro, ese centímetro de área que Tate pisó o los árbitros creyeron verle pisar, se ha convertido en esta crisis descomunal. Una avalancha mental que exige carácter, agresividad. Eso que en el Octavio falta por naturaleza o está aún demasiado tierno. El peso de la biología. La mayoría de los académicos no alcanza la veintena. Las urgencias de esta época han confiado el trabajo de adultos a unos adolescentes, sin el acicate de jugarse el pan de sus hijos. Aunque en realidad el Octavio es el único camino hacia la élite para muchos de ellos. El balonmano vigués, ante el abismo.

El diagnóstico táctico es otro. El Octavio, que anotaba y encajaba casi treinta goles por partido en el anterior ejercicio, se ha convertido en el negativo de sí mismo. Sus virtudes son sus carencias. Y la mejoría defensiva no compensa la incapacidad realizadora. Cuando el rival cambia de ritmo, el cuadro rojillo se desengancha.

Esta vez no fue al comienzo. El Central sintió en la primera parte la electricidad de antaño, ese frenesí que tanto le conviene al Octavio. Jabato ha agitado sus combinaciones. Figueirido lanzaba la primera oleada; si no, le entregaba el testigo a Gayoso. Cerillo se puso a defender en el penúltimo para simplificar los cambios ataque-defensa. Lloria encontraba a Iglesias a la contra. El intercambio de imprecisiones, robos y errores favorecía a los vigueses (6-2).

El entrenador visitante, Víctor Montesinos, llamó al orden a los suyos. Un parcial de 0-4 serenó sus ánimos. El 7-8 supuso el primer volteó. El Octavio aún resistió. Con los dos equipos alternándose en las inferioridades, el choque llegó al descanso con 9-9, en guarismos aparentemente viables para el triunfo local. Un espejismo.

Depender tanto de la primera acometida en ataque acaba pasando factura. La circulación se enmaraña en el medio. Ni los extremos ni el pivote participan del juego. Los caminos hacia el gol son escasos, fáciles de cegar cuando se hacen previsibles. El cortocircuito llegó tras el 11-10. Diez minutos sin anotar. El parcial de 0-7 mató el choque. Ni siquiera dos exclusiones consecutivas del Palma pudieron reactivar al Octavio, que incluso perdió ese parcial: una falta en ataque, dos pérdidas...

El Octavio necesita el brazo armado de Silva. Y el fichaje de Hechavarría, que sigue esperando en Cuba a que el club logre la financiación necesaria. Si se pudiese, alguno más, con cicatrices y colmillos retorcidos, que descargue a los jóvenes de la responsabilidad que les asfixia. Se merecen esa ayuda, crecer al ritmo adecuado, recuperar la alegría que la vida les ha ensuciado. Se merecen el futuro que la desaparición del Octavio les negaría. Son buenos chicos.