La pesadilla cogió al celtismo en el atasco camino de la playa. El 1 de agosto de aquel caluroso verano de 1995, al mediodía, la Liga de Fútbol Profesional anunció el descenso administrativo a Segunda División B del Celta y del Sevilla. Sin anestesia, ni paños calientes. La culpa del terremoto estaba en que ambos clubes no habían presentado el aval que debía cubrir el 5% del presupuesto previsto para la temporada 1995-96 (45 millones de las antiguas pesetas en el caso de los vigueses y 85 en el de los sevillanos). Esta era una de las exigencias que imponía a los clubes el Real Decreto aprobado meses antes y que pretendía completar el proceso iniciado con la Ley del Deporte cinco años antes. La intención era que el fútbol español -que había sido rescatado con dinero público en 1990- se sometiese a unos sistemas de control y profesionalización que no existían en un mundo tradicionalmente incontrolable y opaco. Aún ahora, veinte años después, el fútbol sigue en la búsqueda del mismo objetivo.

Aquel 1 de agosto el Celta estaba completamente perdido. Ajeno a lo que se cocía en Madrid. La noche anterior, en la sede de la Liga de Fútbol Profesional y alertados a tiempo, varios equipos -entre ellos los descendidos Valladolid y Albacete- habían enviado notarios para que levantasen acta de que llegaba a tiempo la documentación de todos los clubes. Ya corrían rumores sobre el "despiste" de alguno. Ese 1 de agosto de infausto recuerdo el Celta estaba enredado en otros asuntos. Aquella mañana, mientras Carlos Aimar y Polola hacían sudar a los jugadores en la pretemporada de Cabeza de Manzaneda, la directiva del club vigués había acudido al Concello a presentarle a Manuel Pérez sus planes de futuro. Solo cuatro días antes Horacio Gómez había accedido a la presidencia tras un golpe de estado que había derrocado a Ignacio Núñez para dar inicio al verano más delirante en la historia reciente del club y que concluiría meses después con una estrambótica asamblea en As Travesas. La nueva directiva no se imaginaba la que se le venía encima. Tras conocer la noticia y comprobar que no se trataba de ninguna broma, se encerraron en el estadio mientras los aficionados comenzaban a llegar en cuentagotas en busca de una explicación. "No hay marcha atrás" decían desde la Liga y desde el Consejo Superior de Deportes, lo que hacía crecer la inquietud. Un hecho era irrefutable: el aval del Celta y del Sevilla no estaba por ningún lado. El primer pretexto utilizado por la directiva viguesa era que habían mandado el documento correspondiente a la pasada temporada; el Sevilla dijo que dos años antes habían presentado uno que cubría cinco temporadas. La Liga se mantenía inflexible mientras a la sede del Celta seguían llegando aficionados cada vez más excitados y el propio alcalde se encerraba con la directiva para comparecer juntos ante los medios. Mucha frase hecha, pero ninguna solución a la vista. De madugada, con los seguidores escuchando el programa de José María García con las puertas de los coches abiertos, Horacio Gómez casi se desmaya y es Francisco Hernández quien se convierte casi en el portavoz del club antes de que todos abandonasen el estadio por la zona de Bomberos.

Al día siguiente la acción se desplaza a Madrid. Allí llegan las expediciones del Celta y del Sevilla -Gómez abandera la viguesa y Del Nido la andaluza- y se multiplican las reuniones en la Liga y el Consejo Superior de Deportes. Ya no es una cuestión deportiva, sino política. El Celta y el Sevilla logran presentar de forma "milagrosa" avales firmados por el Banco de Santander y Barclays respectivamente con fecha 31 de julio. Otro artificio de aquellos días inolvidables. La Liga se resiste a dar su brazo a torcer, Valladolid y Albacete amenazan con hacer valer sus derechos, los políticos locales prometen una solución y el celtismo responde como nunca. Se multiplican los actos de apoyo al club, las manifestaciones. La ciudad transmite como nunca su vinculación al club hasta el punto de que Rubalcaba, ministro de la Presidencia, sale en público para decir que no se puede castigar "a la gente". La solución política empieza a tomar forma pese a la resistencia de Cortés Elvira, presidente del CSD, y que se juega gran parte de su prestigio en el asunto. Por eso se lava las manos y devuelve el asunto a la Liga de Fútbol Profesional para que en una asamblea resuelvan el conflicto. El propio Consejo es el que abre la puerta a una solución que contente a todos los implicados. La liga de 22 toma forma. Pasan los días de tensa espera aunque ya pocos dudan de que la decisión salomónica se impondrá. El celtismo decide acudir a Madrid ese 16 de agosto pese a que el Celta, a petición de la Liga que quiere un día en paz, les ruega que no viajen. Imposible. Se llena más de 50 autocares y cerca de 4.000 aficionados del Celta desafían al insoportable calor madrileño de agosto y esperan durante cuatro horas la solución. Los sevillanos se quedaron finalmente en su casa. Antonio Baró, presidente de la LFP, insta a resolver pronto "porque están ahí fuera los del Celta y amenazan con entrar". No se vota de forma individual sino por aclamación. Joan Gaspart y Jesús Gil lideran ese momento que da paso a una Primera División de 22 equipos con Celta, Sevilla, Valladolid y Albacete. La idea es que fuese así durante dos años y que para encontrar fechas la selección de Javier Clemente se quedaría sin tres partidos amistosos para preparar la Eurocopa de 1996 en Inglaterra. Aún hoy, veinte años después, el fútbol español no ha encontrado una solución para la Segunda División que se mantiene con los 22 equipos heredados de la Primera. Hoy se cumplen veinte años del comienzo de aquellas dos semanas en el que el Celta vivió en el alambre.