Los Barbarians solo podrían existir en un deporte como el rugby donde la tradición y el respeto a los valores están por encima de todo lo demás. Fue Percy Carpmael el que en 1890, en la ciudad inglesa de Bradford, tuvo la brillante idea de reunir en un mismo equipo a los mejores jugadores del mundo con el fin de que al finalizar la temporada se reuniesen para disputar diferentes partidos amistosos y enaltecer aún más a su deporte. Para ser un Barbarian había que cumplir con una serie de requisitos innegociables. Se accedería a él solo por invitación, no habría compensación económica alguna por vestir su camiseta y al margen de cualidades deportivas los miembros de este conjunto deberían acreditar su calidad "como hombres". Para no dejar dudas de lo que representaban, los responsables del equipo introdujeron un lema que supone toda una declaración de principios: "El rugby es un deporte al que pueden jugar hombres de todas las clases, pero no están admitidos los malos deportistas de ninguna clase".

La fama de los Barbarians creció de forma inmediata sobre todo por la importancia que los jugadores dieron al hecho de formar parte del equipo. Sus partidos constituían todo un acontecimiento, eran la ocasión soñada de ver con el mismo escudo a los mejores del mundo para quienes la llamada de los Barbarians suponía la culminación a toda una carrera. Lo máximo a lo que podían aspirar, la confirmación de ser una personalidad dentro y fuera del terreno de juego. El público llenaba los estadios, los equipos y selecciones querían medirse a ellos y el nivel de los partidos era maravilloso. Una fórmula que en otros deportes como el fútbol ha terminado por convertirse en una verbena, en el rugby supuso una bendición por la importancia que la gente le da al placer de jugar, de competir, de defender su honor. La palabra "amistoso" carece de sentido por todo lo que hay en juego.

En 1973 Nueva Zelanda se fue de gira a las Islas Británicas y en su programa de partidos incluían, como casi siempre, un enfrentamiento contra los Barbarians. El calendario poco tenía que ver con el actual en el que el profesionalismo ha multiplicado las competiciones y han surgido el Mundial o la Heineken Cup que es el equivalente a la Champions en el rugby. Había tiempo de sobra para organizar estos duelos y la curiosidad que despertaban era máxima. En Europa, los partidos de los Barbarians eran junto al Cinco Naciones lo más grande que podía ofrecer este deporte. El 27 de enero el viejo Arms Park de Cardiff se llenó a rebosar para saludar la presencia de siete galeses en el quince de los Barbarians. Era el preludio de la hegemonía que el XV del Dragón estaba a punto de instaurar en el Cinco Naciones, donde se impondría en cuatro de las siguientes seis ediciones del torneo.

Entre los Barbarians brillaba por encima de casi todos Gareth Edwards. Le llamaban "El Príncipe" y toda su carrera como jugador la desarrolló en el Cardiff, club en el que debutó en 1966 y cuya camiseta vistió hasta 1978 cuando decidió retirarse para convertirse definitivamente en leyenda del rugby galés. En un tiempo difícil, con el país sumido en una profunda crisis, el hijo de un minero y sus compañeros de selección eran toda una inyección de optimismo para la alicaída población, que celebró como una gran conquista la mayoría de compatriotas en las filas de los míticos Barbarians. La carrera de Edwards (siete Cinco Naciones en su palmarés) vivió uno de los puntos culminantes en el minuto cuatro de aquel partido de 1973 cuando el medio melé firmó el que ha quedado en la memoria de los aficionados como el mejor ensayo de la historia. No les será difícil encontrarlo en Internet. La jugada transmite una magia especial, es lo que todos los aficionados a este deporte sueñan. Tiene velocidad, dinamismo y talento en grandes dosis. Era un rugby diferente al actual donde triunfaban las grandes patillas, las camisetas no se ceñían al cuerpo y los jugadores no parecían las moles interminables de hoy en día. Pero aquellos Barbarians inspirados por la selección de Gales fueron capaces de componer una obra colectiva insuperable que hizo crecer la leyenda sobre el equipo y sobre el propio Edwards.

Todo nace en una profunda patada de Nueva Zelanda que Phil Bennett recoge en su zona de 22, no muy lejos de su zona de marca, presionado por tres ansiosos rivales. Con sus compañeros en pleno retroceso, desamparado, Bennett descarta una patada defensiva y opta por salir jugando a la mano. Una decisión en apariencia suicida, pero sorprendentemente se quita de manera asombrosa a los tres contrarios de encima. Y a partir de ahí suceden algo más de veinte segundos inimaginables. Los All Blacks, y su extraordinaria defensa, persiguieron durante cien metros angustiosos a los Barbarians sin ser capaces de hacer un solo placaje. Su sucedieron los pases, las fintas, los cambios de ritmo sin que el "melón" fuese una sola vez al suelo. Siempre hubo apoyos para seguir el ataque, para sacarse de encima la presión de los rivales. Al final el oval cayó en manos de Edwards que pegado a la banda izquierda reventó con su velocidad a Nueva Zelanda y posó en la zona de marca de los All Blacks en medio del estruendo de Arms Park, incrédulo ante lo que acababa de contemplar. La jugada perfecta, el ejemplo del rugby armónico y talentoso con el que sueñan los aficionados. La perfecta tarjeta de presentación de un jugador y de un equipo irrepetibles. Sucedió en un partido amistoso, pero eso a nadie le importó. La historia le guardó para siempre a ese ensayo uno de sus mejores lugares.