Parece que fue ayer mismo cuando lo conocí, cuando lo veía por primera vez. Su rostro moreno curtido por el sol, su cabello blanco y aquella mirada detrás de unas gafas de pasta que hablaba por sí sola.

Detrás de esa expresión imperturbable y al mismo tiempo entrañable que el paso de los años no ha conseguido arrebatarle, se esconde un gladiador acostumbrado a lidiar en cientos de batallas que el destino le ha ido reservando en diferentes etapas de su vida. Una de cal y otra de arena, diría él.

Desde que le conoces, es como si tuvieses un segundo padre, alguien en quien confiar, alguien a quien contarle aquello que te preocupa. Nunca tiene reparos en acudir al lugar donde se le necesita. Cuando le escuchas, los contratiempos empequeñecen, es como si encogiesen. El caso es no romper una pierna, exclamaría con una sonrisa de lado al lado.

Las nueve décadas que lleva sobre sus hombros no han conseguido doblegarle porque tiene muy bien aprendida la lección. Ha superado muchos obstáculos para conseguir que el núcleo duro de la vida le respete e incluso desista de enfrentarse a él.

La ironía, la picardía, y sobre todo, esa sabiduría innata que no se aprende en los libros, son los ingredientes indispensables de los que hace uso este pequeño gran hombre al que la vida no se lo ha puesto fácil. Su manera, incluso a veces peculiar, de hacer frente a los avatares de la vida, le hace incombustible, casi indestructible. Todo ha de tener solución, como diría él.

El dinamismo, y sobre todo, esa energía de la que todavía hace gala, no dejan a nadie indiferente. Estas dos vertientes de su indudable fortaleza, hacen de él un hombre admirable, incluso sorprendente.

Los que hemos tenido la suerte de ser invitados a la celebración de su noventa cumpleaños, nos sentimos afortunados, aunque no tanto como su esposa. Porque aunque no la veamos, está ahí, a su lado. Por este motivo, entre otros, hacen de este acontecimiento algo imborrable.

Es cierto, me olvidaba desvelarlo, este gran ser humano es mi segundo padre, mi suegro.