Siempre es buena noticia oír a un presidente autonómico hablar de "tolerancia cero" contra la corrupción, tal como ahora ha hecho doña Cristina Cifuentes tras la detención de su antecesor en el cargo, don Ignacio González. Desde hace un tiempo ella viene presumiendo precisamente de esta "tolerancia cero", y sostiene que esta actitud le confiere un "alto grado de exigencia ética y estética" a su gobierno, demostrando su compromiso con la "regeneración democrática". Muy bien.

Sus palabras parecen incontestables, más aún cuando hemos visto que ha conseguido derribar una pieza tan aparentemente intocable como el expresidente madrileño. Pero la señora Cifuentes está muy equivocada, e incide en el mismo error en el que caen la gran mayoría de nuestros gobernantes: creer que la corrupción es un asunto de raíz económica, y que siendo así, el camino para erradicarla es centrarse en castigar y penar los delitos monetarios. Y ya está, nada más. Pero no es así. Alguien debería sacar a doña Cristina de este error y enseñarle que la verdadera corrupción, la corrupción de la que nacen todas las demás, incluida la económica, es la corrupción moral. Una corrupción moral ante la cual la presidenta madrileña no tiene, en cambio, "tolerancia cero", sino una tolerancia casi infinita. Ante sus ojos se alimenta la codicia, la individualidad y la falta de compromiso; se destruye a la familia, se aniquila a los hijos, se desanima a vivir a los ancianos y a todos los que no son productivos, y se corrompe a los jóvenes. Todo esto ella es incapaz de verlo y de combatirlo en modo alguno. De esta corrupción, no parece saber nada. Al menos, nada nos dice. Y así, lo quiera ella o no, la corrupción moral se extiende cada vez más en nuestra sociedad, entre una ciudadanía de la que precisamente habrán de salir los nuevos políticos, los cuales no tendrán reparos en meter la mano en la caja común tras no haber conocido en su vida otra cosa que la inconsistencia moral de sus anteriores dirigentes.