Mi abuelo materno tiene una plaza en Vigo, la plaza do Mestre Prudencio Rodríguez Dios, en Coia, casi enfrente de Alcampo, a unos metros de donde estaba su escuela. A unos metros de su casa, donde daba clases nocturnas gratuitas a adultos, jóvenes obreros de Coia que querían aprender a leer. Mi abuelo murió en 1962 de un cáncer, pero sus alumnos no cejaron hasta que el ayuntamiento le dio una calle, en 1995, para agradecerle sus desvelos, sus clases a deshoras, descuidando su salud, su descanso, el tiempo de sus seis hijos. En las clases nocturnas le ayudaba mi madre. Mi abuela también era maestra, maestra rural, llevaba la escuela de niñas en Reboreda primero, luego en Coia. A ella le dediqué en 2010 mi tesis doctoral sobre el tratamiento informativo de la violencia de género, por ser una pionera, una luchadora que nació en el siglo XIX y estudió, trabajó y sacó adelante a sus hijos en una negra posguerra.

Mis padres eligieron para educarnos a mi hermana y a mí el colegio Las Acacias. Eran los años 70, y lo hicieron pensando que era lo mejor para nosotras, que esa sería la herencia que nos dejarían; hoy, yo soy periodista y profesora en la Universidad de Vigo. Mi hermana, filósofa, trabaja también en una universidad.

Yo estudié en un colegio en el que había de todo, alumnas con grandes apellidos de Vigo y gente humilde, hijos de profesionales, de empresarios y de trabajadores, como los nuestros, que decidieron vivir un poco peor pero darnos la que pensaban era la mejor educación. Sin complejos y sin dramatismos. Libremente. Como daba mi abuelo las clases a los obreros. Ellos no hubiesen podido pagar a mi abuelo sus clases particulares. Ni sus horas de sueño, ni su cariño.

Yo hoy, sin el concierto, no podría enviar a mis hijos a Las Acacias. Aunque pensara que ahí sacarían lo mejor de ellos, aunque quisiera que tuviesen lo que yo tuve. Porque no podría pagarlo.

Porque alguien ha decidido que por educar en un aula solo a mujeres se las segrega, se le quitan oportunidades, se recorre el camino de la igualdad en sentido contrario. Yo en Las Acacias no aprendí a tocar el piano y a hacer macramé, y en Montecastelo no enseñan física cuántica. Soy una mujer de la cabeza a los pies, y lucho por la igualdad de derechos y oportunidades con todas las armas que tengo a mi alcance. He estudiado en la diferenciada y es lo que quiero para los míos.

Diferenciar no es segregar. Es intentar sacar lo mejor de cada uno. Del mismo modo que uno no trata igual a un hijo listo que a uno que va más justo; le dará más tiempo, o cariño, o atención, al que más lo necesita, yo creo que la educación diferenciada es mejor para mis hijos. Y tengo derecho a poder hacerlo. No sé si mi abuelo hoy mandaría a sus hijos a un colegio de educación diferenciada, pero sé que estaría orgulloso de la elección de mi madre y que no entendería que yo hoy no pudiera hacer lo mismo.