“Hace falta tiempo para poner las bases de un verdadero cambio”. Cuando Francisco I pronunció esas palabras en alusión al futuro de la Iglesia en septiembre de 2013, solo habían pasado seis meses desde su llegada al pontificado. El camino trazado, sin embargo, estaba claro. El reformismo tendría que llegar sin prisas, poco a poco, hasta recimentar no solo la confianza perdida en la Santa Sede –salpicada por los escándalos económicos y de pederastia– sino también la necesaria adaptación de la institución católica a los nuevos tiempos.

En este marco, la rotura de un nuevo ‘techo de cristal eclesiástico’ con el nombramiento hace dos semanas de Nathalie Becquart como la primera subsecretaria para el Sínodo de los Obispos –una elección de peso que le permitirá tener además de voz también voto en los mayores encuentros del Vaticano excluyendo los cónclaves– tan solo se ha convertido en el último movimiento de un complejo proceso modernizador a varios niveles, una transición fraguada con paciencia donde el pontífice ha abogado por otorgar mayor relevancia a la mujer dentro de la institución. “Se trata de integrarla como figura de la Iglesia”, ha destacado Francisco, quien este mismo año –pese a no levantar el veto al sacerdocio femenino– también ha introducido cambios en el Código de Derecho Canónico para que las mujeres –oficialmente– puedan desempeñar nuevas funciones como ayudar en el altar durante las misas o distribuir la comunión.

Estas transformaciones han resultado decididos pasos adelante en un contexto de renovación en el que Francisco I se ha mostrado más abierto que sus antecesores también en temas espinosos dentro de la institución como la homosexualidad –donde ha llegado a defender una “ley de convivencia civil” para las parejas, reconociendo abiertamente que “tienen derecho a estar en una familia”– o el aborto, para el que ha solicitado el perdón pese a mantener su rechazo al mismo cuando su país, Argentina, lo legalizó. No obstante, en su camino ha tenido que lidiar también con la herencia más vergonzante que arrastraba la Santa Sede: la de los abusos sexuales a menores.

“Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado”, fueron las palabras de arrepentimiento del pontífice en una carta difundida en el verano de 2018 tras un informe que desvelaba el abuso de más de mil niños por sacerdotes. Sus condenas a estos actos, desde Chile a Irlanda, no han cesado, tanto de palabra como con hechos. El obispo de Roma ha levantado así el secreto pontificio para casos de pederastia, prohibiendo la imposición del silencio tan usual en el pasado y exigiendo la colaboración con las autoridades. Incluso ha divulgado una guía de denuncia y actuación contra aquellos eclesiásticos que sean culpables de abusos.

Pero la huella revolucionaria de Francisco I se extiende más allá de la condena de la pederastia. La estructura financiera del Vaticano bien lo sabe. En ella, el papa ha realizado una de las maniobras más sonadas e importantes desde que se conociera su elección.