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Los muros que levanta el virus

La pandemia ha impuesto una tiranía del pensamiento, según Magris, solo quiere que se hable de ella - Las emociones como combustible de los italianos

Claudio Magris. // Efe

Claudio Magris ha escrito en "Corriere della Sera" sobre el muro que ha levantado el coronavirus. Lo ha hecho con la perspicacia intelectual que le caracteriza. El germanista de Trieste observa que ante tantas divisiones de época que han separado los mundos entre sí, la pandemia puede parecer relativamente modesta, incluso para aquellos que mueren y sus seres queridos que permanecen, el resultado es el mismo. "En estos días, con la llamada fase 2 y con el intento de reanudar nuestra pequeña libertad errante, existe una sensación de liberación aún incrédula, casi de felicidad, incluso el viento marino que se recibe en la cara no disuelve la obsesiva e ininterrumpida fijación en las palabras, imágenes y disputas relacionadas con el virus, que también lo convierten en un tirano de nuestros pensamientos. Un tirano que, como todos los demás, no quiere pensar en nada más que en él y no habla de nada más que de él. Cada amenaza grave, cada angustia, es una caricatura perversa que repite una y otra vez 'no tendrás otro Dios que yo', las mismas palabras sagradas". Cuenta cómo al comienzo de una de los mejores relatos de Borges, El Aleph, el protagonista abandona el hospital donde Beatriz, su amada, acaba de morir y se da cuenta de que en una pared al otro lado de la calle ya no hay el gran anuncio de una marca de cigarrillos rubios. Entiende, con gran dolor de corazón, que el mundo se está alejando, ya no es su mundo en el que encontrarse y entenderse. "No solo el espacio, el tiempo también se separa. El mundo cambiará, pero yo no cambiaré, dice el protagonista enamorado de la historia de Borges, que continúa cortejando al ser querido que perdió; para celebrar sus cumpleaños, trata de ganarse las simpatías de sus suegros".

Pero el tiempo, según Magris, no siempre logra separarse. "Continuamos dialogando con nuestros amigos que nos han dejado atrás, en algún lugar. Discutimos con ellos, nos acercamos y nos alejamos, nos enojamos, volvemos a su lado". El otro día el escritor italiano pensó en un amigo desaparecido hace un par de años cuya visión de la vida se había entrelazado con la suya en un diálogo de afinidades y de diferencias. De repente sintió cómo el coronavirus había erigido una pequeña frontera entre ellos, porque él no lo había conocido ni experimentado y no podía imaginar su actitud hacia una condición totalmente nueva. "No fui su interlocutor como hasta unas semanas antes. Me preguntaba cuál podría haber sido la relación interna entre dos amigos, uno de ellos superviviente de la Shoah y el otro fallecido sin que pudiera imaginárselo. El virus también puede cambiar nuestras relaciones mentales con aquellos que no lo han vivido, al igual que en las novelas de Joseph Roth notamos fuertemente la distancia sentimental entre los que murieron antes y los que continuaron viviendo después del fin del mundo de ayer que se esfumó tras la Primera Guerra Mundial".

La conclusión es que no podemos adivinar qué es lo que nos depara el futuro y que, aunque no estemos inclinados a creer las profecías, que siempre auguran desgracias, "tampoco podemos pretender ignorar que lo peor y lo trágico pueden no estar detrás de nosotros, pero sí frente a nosotros". A partir de ahora es la supervivencia más que la vida, que supondrá para muchos la miseria, porque las medidas necesarias inevitablemente han favorecido ciertas actividades a expensas de otras, escribe Magris. Por ejemplo, los supermercados han ganado y los restaurantes y otras empresas han perdido. En la Italia que renace, al igual que España, de sus cenizas en una aburrida y egoísta Europa, habrá que lidiar más con el bolsillo que con la salud, también porque al final son lo mismo "y una vida privada de las necesidades más básicas es un humillante desastre, no menos que una enfermedad grave". Quizá no haya que pensar demasiado en el mañana. "En cada mañana, incluso en el mejor, siempre hay muerte", concluye el autor de El Danubio.

En uno de sus diez artículos al año para "The New York Times", el periodista, ensayista y columnista Beppe Severgnini se refiere a que lo que le espera al primer país europeo en experimentar la pandemia es todavía un reto superior al enfrentado hasta ahora. Recuerda que 60 millones de personas aceptaron su suerte y se quedaron en casa. En general siguieron las reglas, lo que supuso aparentemente una sorpresa, dada la reputación de indisciplinados que recae sobre los italianos. "En Italia, las reglas no se obedecen ni se desobedecen, como en otros lugares. Creemos que es un insulto a nuestra inteligencia cumplir con cualquier regulación sin cuestionarla primero. Queremos decidir si una norma en particular se adapta a nuestro caso específico. Una vez que hemos establecido que sí, la respetamos. Con el Covid-19, decidimos que el confinamiento tenía sentido, por lo que no había necesidad de imponerlo. Nos las arreglamos porque encontramos otros recursos que siempre estuvieron ahí: realismo, inventiva, familias extensas, solidaridad y recuerdos". Severgnini escribe que los italianos han demostrado ser pacientes, resistentes y, para sorpresa de muchos, diligentes. "Ahora necesitan tranquilidad y ayuda. El dinero llega demasiado lentamente a quienes lo necesitan: la industria del turismo, que representa el 15 por ciento del producto interior bruto, está de rodillas. Los bancos no ofrecen préstamos garantizados por el Estado a las pequeñas empresas. Demasiados burócratas están deseosos de volver al viejo y rancio estilo".

El camino de la recuperación es largo y el muro del pensamiento que ha levantado el virus parece infranqueable. Pero, como escribe Severgnini, "las emociones son el combustible de Italia". Habría que saber aprovecharlas.

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