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Ser padres de nuestros padres

La mayor expectativa de vida hace que cada vez sean más las personas en edad de jubilación que cuidan de sus progenitores ancianos

Eva (65 años), flanqueada por sus padres, Concha (91) y Pepe (93), y su marido, Arturo (64). // R. Grobas

El declive físico y/o mental de las personas que una vez nos cuidaron es difícil de asumir. Eva Pereira lo sabe bien. Descubrir que los "despistes" cada vez más habituales de su madre se debían en realidad al alzhéimer fue un duro golpe, aunque lo peor no había llegado aún. "Cuando ves que tu madre no te reconoce, no sabe quién eres, se te cae el alma a los pies", reconoce esta redondelana, que el próximo mes cumplirá 66 años. Su madre, Concha, tiene 91, y fue diagnosticada de alzhéimer en 2013. La enfermedad le ha borrado la memoria, pero no su sonrisa, que aún sigue siendo una alegría para su familia. Concha continúa siendo una mujer muy jovial, a quien le encanta estar rodeada de personas, a quienes, aunque hoy no es capaz de identificar, sí reconoce como cercanas.

Unos años más tarde, a su padre de 93 años, le diagnosticaron demencia senil, aunque Pepe ya necesitaba ayuda antes, ya que le faltaba una pierna y apenas podía moverse, una movilidad que, según Eva es ahora aún menor. Al contrario que su deterioro mental, que ha aumentado notablemente desde el verano.

Pepe es más callado. Siempre lo ha sido. Y más difícil de convencer. Si no quiere hacer algo, protesta, pero Eva tiene paciencia. Es algo que ha aprendido en la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer y otras Demencias de Galicia (AFAGA). "El alzhéimer y la demencia senil son dos enfermedades que pasan por distintas etapas y tú tienes que ir adaptándote a cada una de ellas y a los cambios que ocasiona en su forma de ser. Pasa poco a poco, hasta que llega un momento en que la situación te absorbe totalmente porque te necesitan todo el día. Aunque lo haces con mucho gusto, es una carga tremenda y dolorosa", afirma. También a levantarlo de la cama sin lastimarlo a él ni castigarse la espalda.

Con los dos padres dependientes y siendo hija única, su cuidado recayó por completo en ella, y el cansancio terminó pasándole factura. Tener que estar las 24 horas del día pendientes de los ancianos: levantarlos, asearlos, prepararles la comida, llevar y recoger a su madre, que va a un centro de día, la casa, la cena, acostarlos... Eva fue restando horas al sueño y sumando agotamiento. Su marido, Arturo Pereira, era testigo de su deterioro. Hasta que el año pasado, decidió adelantar su jubilación. Tenía 63 años. "Cada día veía que estaba peor. Me jubilé antes para cuidar de la cuidadora. Desde entonces, ayudo en lo que puedo", explica Arturo.

Ahora comparten las tareas del hogar y se turnan para llevar o ir a buscar a Concha cuando va al centro de día. Sin embargo, de la atención de los dos ancianos se ocupa Eva.

El matrimonio cuenta con ayuda a domicilio - 43 horas al mes- para atender a Pepe, concedida por la Administración, y además tiene contratada a otra persona como apoyo, que va tres días a la semana.

La rutina es muy importante en la casa de los Pereira-Taboada. Cualquier cambio afecta a Concha y a Pepe, por lo que seguir unos horarios en la comida, el aseo y el momento de acostarse son fundamentales para su bienestar.

El matrimonio se levanta entre siete y siete y media de la mañana todos los días, de lunes a domingo. Lo primero que hace Eva es asear y vestir a su padre, a quien después levanta de la cama y lo acomoda en su silla de ruedas. Después, inicia el mismo ritual con Concha, aunque ella es físicamente independiente y es, además, muy colaboradora, según su hija. Tras esto, los dos nonagenarios desayunan juntos.

Sobre las once, lleva a su madre hasta el punto donde la recoge el autobús que la lleva hasta el centro de día, donde está hasta las cinco y media de la tarde. En ese tiempo que Eva no está, la persona de ayuda a domicilio se queda con el anciano, mientras Arturo se ocupa de las tareas de casa. Hasta la una, aprovecha para hacer recados y para poner lavadoras, y a esa hora prepara la comida para los tres. Los martes y miércoles se les suma su única nieta, de siete años, "la alegría de la casa", afirma, sonriendo, Eva. "Es la que nos levanta la paletilla", apuntilla Arturo. El matrimonio Pereira-Taboada tiene dos hijas, pero como reconocen, tienen su propia vida. "Las dos trabajan y tienen sus propia familias, aunque nos ayudan siempre que pueden y los fines de semana siempre están aquí, en casa", afirma Eva.

Después de comer y hasta la hora de ir a recoger a Concha, Eva entretiene a su padre dándole conversación. Reconoce que antes se entretenía haciendo crucigramas, sopas de letras y cuentas, pero que de un tiempo a esta parte ya no le apetece hacer nada de eso. "Lo único que le entretiene es mirar los folletos de publicidad que tienen cosas de ferretería y un programa de reformas que echan en la tele", explica Eva. Esa atracción por las herramientas la atribuye Arturo a que Pepe fue mecánico. Tuvo, especifica su yerno, un taller de bicicletas.

Según su hija, Pepe añora a sus amistades, que al principio venían a casa a pasar la tarde con él, pero sus amigos se fueron muriendo o sufren deterioro cognitivo como él, por lo que hace tiempo que el nonagenario no recibe visitas. "Aun echa de menos a sus amigos", afirma Eva.

Cuando llega Concha están un rato más en familia y enseguida se echa encima la hora de la cena y de acostar a los ancianos. Y mañana, vuelta a empezar.

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