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La nostalgia luminosa

Espléndidos Carlos Santos y Miguel Ángel Muñoz en "retorno al pasado" de Garcia

Carlos Santos es "Germán Areta". // FDV

En Horizontes perdidos (Frank Capra, 1940), su protagonista encontraba en el Himalaya un paraíso utópico donde le esperaba la calma espiritual: su Shangri-La. Sin muerte, sin vejez. Al final, daba portazo a su vida anterior (tan moderna) y volvía allí. Lo mismo le ocurría a Gene Kelly en Brigadoon (Vincente Minelli, 1954). El cine clásico (que no antiguo) es el Shangri-La de José Luis Garci. Y a él vuelve con nostalgia luminosa en El crack cero. Como el Jake LaMotta de Toro salvaje, sube al ring de los tiempos (tan) modernos y aguanta el castigo a pie firme. Incapaz de tracionarse a sí mismo, como el Robert Ryan al que destrozan las manos en el final de Nadie puede vencerme.Y mira que al director de Volver a empezar le han atizado de lo lindo. Una y otra vez se ha levantado de la lona para seguir montando proyectos a contracorriente, y fuera de modas a aventuras kamikaze como hacer viajar a Sherlock Holmes a Madrid.

Después de convertirse en (eso que llaman) cronista de la transición con Asignatura pendiente y Solos en la madrugada, Garci se pasó al género negro importando personajes y atmósferas que habían dibujado a golpe de Remington y Colt 45 los Hawks, Fuller, Lang, Wilder, Tourneur y demás arcabuceros del policiaco impávido y descarnado. Le atornilló un bigote a Alfredo Landa (sí, el perseguidor de suecas), le pidió que amartillara la mirada sin torcer el gesto e hizo de él un tipo duro de corazón blando. El crack 1, y su secuela aún más lograda, sorprendió, agradó. Y perduran décadas después. Retornando al pasado para encontrarse con un Germán Areta más joven y con menos daños colaterales, Garci rejuvenece al reparto (espléndido Carlos Santos, formidable Miguel Ángel Muñoz) sin cambiar ni una sola coma de su biblia cinematográfica. Con un presupuesto mínimo que obliga a economizar escenarios y situaciones, El crack cero se atrinchera en el blanco y negro mientras desgrana la crónica garciana en la que aparecen, por descontado, los mitos y ritos del cineasta, del mus al boxeo pasando por las copas con talle de avispa y los madriles vistos con el mismo amor percutante de Woody Allen hacia Manhattan. No prestemos mucha atención a la trama. En el cine negro es un medio, no un fin. Recuerden El sueño eterno: ni los que la hacían sabían de qué iba la fosa. El crack cero juega al contragolpe en los tiempos que corren pausando el ritmo y dejándose de marrullerías visuales para hacer de cada plano un ejercicio (casi espiritual) de austeridad. Lo que crepita es el diálogo, como siempre que Garci desenfunda su Smith & Wesson de frases punzantes y tridimensionales. Y su viaje al Shangri-La cinematográfico recupera sabores y aromas de cosechas que desafían al paso del tiempo.

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