El pontevedrés César Portela, galardonado en 1999 con el Premio Nacional de Arquitectura, es uno de los arquitectos más importantes de Galicia. Ha ejercido como profesor en Caracas, Lisboa o Weimar; y realizó proyectos como la Estación de autobuses de Córdoba, el Domus-Casa do Home de A Coruña (1995, con Arata Isozaki) o el Museo del Mar vigués, junto a Aldo Rossi.

Portela entiende la arquitectura como una pasión, e intenta compaginar lo tradicional con la innovación, crear respetando lo preexistente, sin restar. Y cuando se le pregunta sobre su verano favorito, duda entre dos muy especiales. Ambos reflejan una realidad muy distinta a la actual y merecen ser contados.

Los primeros recuerdos son de 1945, cuando era un niño de 8 años. Sus padres alquilaban todos los veranos una casa en Raxó, entre las rías de Pontevedra y Arousa. Era un pueblo muy pequeño de marineros que le proporcionó a Portela unas vivencias maravillosas.

"Con esa edad, solo pasan cosas buenas, los problemas empiezan a venir más tarde", reconoce el arquitecto. Conocía dos familias más, los Bouza Brey y los Echevarría. Clemente Echevarría era médico y les llevaba a visitar enfermos, a pie o a lomos de su caballo. "Era una persona maravillosa, vital, extrovertida, además de muy bueno en su profesión, y atento con sus pacientes y con nosotros", reconoce Portela.

Además de unirse los jóvenes de las tres familias, también se hicieron amigos de los chavales de la zona. "Recuerdo que jugábamos al fútbol en la carretera. Eso no suponía ningún problema, porque pasaban 3 coches al día: uno a primera hora, otro a mediodía y el último por la tarde". De portería, utilizaban piedras; como pelota, servían unas medias enroscadas. "Aquella juventud no tenía necesidad de nada. Había campo para corretear, el mar... Hoy en día la gente no se lo creería. No necesitábamos ni un duro. Todo era tuyo. Ibas a una bodega y te enseñaban cómo hacer el vino. No había barreras, y eso es lo mejor para todos.Además, contabas con la sensación de seguridad de que si necesitabas algo cualquier persona te lo podía proporcionar", rememora el arquitecto gallego.

Cuando bajaban a la playa a bañarse, los marineros les dejaban pescar con ellos y les contaban historias de naufragios. "Parecía una película de fantasía", declara.

Los veraneantes de Raxó estaban muy unidos: "el lunes comíamos en casa de uno, el martes en la del otro, el miércoles? No nos llegaban las 24 horas del día. Conocíamos los árboles con nido, las madrigueras de los conejos. Pescábamos camarones con ganapanes (apodados trueiros en la zona de A Coruña), cogíamos fruta de cualquier árbol. Teníamos esa sensación impagable de libertad. Pasabas por delante de una casa anónima en el rural y te llamaban para que pasaras, o te preparaban un bocadillo para el camino", rememora.

En Combarro, sentados en las rocas al atardecer, escuchaban las conversaciones de los pescadores (y se partían de risa, viendo cómo bromeaban unos con otros). Algo más tarde, aquellos marineros echaban sus redes y hasta los niños tiraban de ellas. Luego repartían los peces entre todos, y aquel niño llegaba a casa con un montón de pescado, la ría estaba llena de vida. "Caminando por las rocas, se escuchaba un ruido casi ensordecedor, era el movimiento de las nécoras, los cangrejos", recuerda Portela.

Hace poco, regresó a una de esas playas y le pareció que la Ría había muerto, en comparación con la fiesta de San Juan de los años 40, cuando desde una pequeña barca divisaba las hogueras a lo lejos, y la superficie del agua parecía arder por el fósforo de las sardinas. Eran tantas que se caían a ambos lados de los barcos que llegaban al peirao. "Una riqueza increíble, que se tiró por la borda", denuncia.

Su segundo verano favorito fue 13 años después, en 1958. César Portela estudiaba arquitectura en Madrid, y ese año se organizaba en Bruselas la Exposición Internacional. Tenía un compañero vasco, Xavier. Él pertenecía a una familia de 'abertzales', poseían la última imprenta que imprimía libros en vasco. Marcharon juntos a Bélgica para ver la exposición.

Portela llevaba a la espalda una mochila con 20 kilos de latas de conservas. Fue hasta Zarauz (Guipúzcoa), a buscar a su amigo. Estaban en fiestas. Las disfrutaron y se fueron. Habiendo reunido todo el dinero que pudieron (no llegaba a las 2 mil pesetas), salieron de España en autostop. Asegura Portela que "en esa época, todos los jóvenes viajábamos así. Había mucha confianza, sabías que nadie te iba a hacer una 'trapallada'. Una chica joven que conducía sola nos llevó de Biarritz a Toulouse, y Xavier y yo sin afeitar ni lavarnos. Hoy día, seguro que no pararía nadie a 2 tipos como nosotros".

Fueron gastando el dinero y comiéndose las conservas poco a poco. Ya en Bruselas se las apañaron para comer gratis en el pabellón del Vaticano, y al final viajaron también por Holanda, Francia y Alemania. Resistieron 3 meses con ese dinero, apañándose como podían. "Le echábamos mucha imaginación para comer todas las días", recuerda Portela. "Fueron 3 meses de sensación de libertad en plena dictadura, descubriendo el mundo".

Pasaron 15 días en París, trabajaron descargando camiones, y en el Moulin Rouge por las noches. "Era nuestra posibilidad de escapar de las barreras de un país muy aislado y eliminar prejuicios. No somos mejores los gallegos, o los españoles, que otras naciones. En todas partes se cuecen habas, en cada cultura hay algo que aprender y rechazar. El mundo es muy rico y complementario. Siempre habrá malos dentro de tu frontera, buenos fuera de ella y viceversa", concluye.

Portela aprendió mucho durante el viaje:"Entonces había poca comunicación con el exterior, excepto a través de algún libro. La travesía me estimuló para mi carrera de arquitecto y como viajero empedernido, que llegó a conocer los cinco continentes".

Y concluye: "Esos veranos en Raxó hice amigos para toda la vida. Atilano, Tinito, Eráclito, Ermilito. Cada vez que los veo, es como si todo hubiera sido ayer".