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CINE

Todo sobre mi hija

Almodóvar se arriesga con un drama sin excesos que funciona con Emma Suárez y falla con Adriana Ugarte

Adriana Ugarte.

Las buenas películas de Almodóvar están hechas de momentos en los que fluye la vida. Por la vía rápida de la comicidad o por la senda empinada del drama cocido a juego lento. Cuando su apellido se convirtió en una marca registrada, el cineasta, demasiado aislado como él mismo admite en una burbuja que le separa del mundo real y sin nadie cerca que le hable con sinceridad, ha quedado atrapado en su propia trampa de estilización depredadora con seres cada vez menos humanos. No es una cuestión de realismo sino de credibilidad. Cuando intentó volver a sus orígenes donde las risas eran prioritarias ("Los amantes pasajeros") se produjo una debacle que a buen seguro le hizo reflexionar sobre su futuro como cineasta. Y "Julieta" es la respuesta: un drama a tumba abierta (nunca mejor dicho) en el que no hay atisbos de humor (salvo, involuntariamente, la presencia de Rossy de Palma en plan ama de llaves de Rebecca) y que, lejos de los desmelenamientos de otras películas como "Volver" o "Todo sobre mi madre", no se baña en lágrimas.

La intención, que tiene mucho de resumen no reconocido de muchas obsesiones del autor sin hacerlas nunca explícitas (incluida la homosexualidad, aquí insinuada en la historia de dos adolescentes), es admirable por lo que tiene de asumir riesgos, plantear un desafío a los espectadores (a los que respetan al Almodóvar artista, claro, los que le detestan y ponen a parir sus películas sin verlas quedan al margen) y guardar todos los excesos para refugiarse en la emoción contenida y el dolor emboscado, sin más alardes que alguna escena rompedora (el ciervo en celo que persigue al tren) y las inevitables referencias a otros artistas con las que dar un barniz culto al asunto.

Lo malo, ay, es que la propuesta se queda a medias. Primero, porque Almodóvar sigue empeñado en ser guionista único sin pedir ayuda para que las piezas encajen, los diálogos sean siempre ajustados y los personajes no sean víctimas de la dispersión, muchas veces nacida de la ocurrencia pueril. Y, segundo, por un error de casting garrafal: Emma Suárez da la talla con su oficio y su rostro curtido en mil batallas (la culpa pegajosa, el dolor que mata las palabras, la impotencia y el abatimiento sin límites) pero Adriana Ugarte, fotografiada siempre bella y glamurosa por mucho que aparente sufrir, no convence casi nunca (la escena en la que da clase de literatura es tremenda), perjudicada además por algunas miradas estereotipadas del director (ese pescador de valla publicitaria, esa escultora tan chic: todos sin rastro de acento gallego) y por el trazo grueso con el que se escribe en su caso un personaje que revive cuando Emma Suárez lo rescata.

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