Además de por su papel clave en la Transición española, Adolfo Suárez merece un papel destacado en la historia de la relación entre medios de comunicación y políticos. Sobre todo, si esa relación se circunscribe al campo de la televisión. Y es que el primer presidente de la democracia fue también el primer político español del que puede decirse que se enfrentó a la cámara y salió triunfante. En otras palabras, que no ponía en fuga al televidente con un ceño hosco o una mueca amenazante, falsamente solemne o ridícula.

A ello le ayudó no sólo su elegante porte y sus andares ágiles, que a muchos españoles de entonces les trajo a la memoria a John Fitzgerald Kennedy, sino las innatas cualidades que a lo largo de su carrera política demostró tener para comunicarse cuando había un micrófono o una cámara delante.

Prueba de ello, sin ir más lejos, es su última aparición en un acto político, cuando se presentó en un mitin para respaldar la candidatura de su hijo, Adolfo Suárez Illana, a la Presidencia de Castilla-La Mancha, y ya enfermo, aunque nadie salvo sus familiares lo sabía entonces, se ganó a los asistentes con una sonrisa de oreja o oreja y una frase que repetía y repetía en tono jocoso, mientras pasaba hacia delante y hacia atrás los folios de su discurso: "Creo que me he hecho un lío con los papeles...".

Con esa sonrisa y la "mirada picarona" de la que todavía ayer hablaba su hijo, Suárez dejó en todas sus apariciones televisadas, ya fueran entrevistas, mítines partidistas o ascensiones por la escalerilla de la tribuna del Congreso, una impronta de elegancia que ningún político español había exhibido nunca hasta entonces.

incluso en momentos de especial relevancia histórica -o de riesgo para su vida- se vio acompañado de una apostura no exenta de ligereza. Así, en la tarde de aquel 23 de febrero de 1981, cuando ni los tiros del teniente coronel Tejero le hicieron meterse debajo del escaño. Años más tarde, explicó en televisión -dónde si no- que ese día había seguido sentado porque él era el presidente del Gobierno y no le había "dado la gana" alterar la compostura que se le presupone a un primer ministro.

Tenía fotogenia, química con la cámara, y compensaba su juventud e inexperiencia con buenas dosis de encanto y poder de seducción: era, en resumen, un político moderno y sabía que España debía aprobar su asignatura pendiente con los nuevos modos de comunicar. Era uno más de sus atrasos.

Además, el ex jefe del Ejecutivo puso de moda un característico corte de pelo -ni peinado con gomina a la franquista ni largo "progre"- y una prenda que a la mayoría de los hombres les cuesta lucir: el chaleco que forma el terno con el pantalón y la americana. Y eso para los escenarios políticos, que para los ajenos a la gestión pública también tenía novedades; así, los jerséis de cuello cisne, que normalmente asociamos sólo con el sindicalista Marcelino Camacho.

Hasta el modelo «fin de semana» de los políticos del PP -camisa blanca, americana azul y pantalón tejano o de loneta con pinzas- fue una aportación suya. Pero esa contribución, como todas las demás, ya no tiene sitio en su memoria. Ya no recuerda quién fue. Sólo conserva la sonrisa.