El Papa Francisco retornó hace unos días a su acariciada idea de una posición más relevante de la mujer en la Iglesia, integrándola incluso en la estructura de gobierno de las organizaciones católicas, de las curias diocesanas y del propio Vaticano. Pero el Pontífice ha incidido esta vez en un punto delicadísimo al manifestar que "sufro cuando veo a las mujeres en la Iglesia como servidumbre".

Punto delicadísimo ya que numerosas congregaciones religiosas de todos los tiempos y movimientos contemporáneos de la Iglesia determinan en sus constituciones o estatutos que para su propio servicio existan en su seno mujeres específicamente consagradas a las tareas domésticas, auxiliares, etcétera. Por tanto, lo que acaba de comentar Francisco induciría a una reforma de dichas constituciones si no fuera por dos salvedades: primera, que muchas mujeres "sirvientes" de sus comunidades entienden este servicio como su forma de entrega a la Iglesia (Santa Teresa: "Dios también está entre los pucheros"). Ysegunda, que la mayoría de las congregaciones religiosas ha eliminado en la práctica dicha separación "por clases" de servicio, y lo que antes era la figura de la hermana "lega" -equivalente al hermano lego-, ha sido sustituida por una religiosa o religioso dedicados a todo tipo de tareas hasta donde su capacidad lo permita.

Sin embargo, conviene echar un ojo al pasado y recordar que la Compañía de Jesús -más o menos en los años setenta, cuando el Papa Bergoglio era superior provincial en Argentina-, intentó reformar sus Constituciones en el apartado de los "grados", pues San Ignacio había dejado una orden fuertemente ordenada y jerarquizada, en cuya cúspide se hallaban los profesos de cuatro votos, mientras que al final de su escalafón se situaban los hermanos. Para aquel tiempo, la Compañía había relativizado en la práctica tan fuerte estratificación, y su intención era que las Constituciones reflejasen una cierta equiparación, pero el Papa Pablo VIprohibió terminantemente dicha reforma, en parte porque no deseaba que se alterase al letra fundacional de San Ignacio y también porque si la principal orden del catolicismo retocaba su estructura jerárquica ello amenazaba a la misma constitución jerárquica de la Iglesia.

Pero centrémonos en las mujeres. No ha trascendido aún cuáles son las ideas del Papa para su promoción en el seno del catolicismo, pero sí ha advertido Francisco sobre la diferencia entre una función de mayor relevancia y la ordenación sacerdotal, de la que las mujeres están apartadas.

Para cuestiones funcionales ya existen ejemplos de progreso notable. Por ejemplo, el catolicismo de EEUU, fuertemente pragmático, detectó hace lustros la incoherencia entre un Pueblo de Dios integrado mayoritariamente por mujeres y una estructura de gobierno y gestión que prescindía de ellas. Tras aplicar un plan de estudio e iniciativas, en el presente las mujeres ocupan en la Iglesia de EE UUcasi la mitad de los cargos en curias e instituciones católicas.

Pero lo peliagudo es la cuestión del orden. Juan Pablo II, en la carta apostólica "Ordinatio Sacerdotalis" (1994), declaró que "la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres" en función de que Jesús eligió a doce hombres como apóstoles. El Papa Wojtyla agregaba que "este dictamen debe ser considerado como definitivo". Más tarde, sendos documentos del cardenal Ratzinger establecían como prácticamente "infalible" la determinación del Papa, es decir, una "doctrina que ha de ser creída como revelada por Dios".

No existe mayor bloqueo doctrinal para un asunto ampliamente debatido y, sin embargo, algo sigue latiendo en la Iglesia bajo la premisa de que hombres y mujeres son iguales a los ojos de Dios y ello tiene consecuencias operativas y vitales. Pero no vamos a fijarnos sólo en lo que la disidencia católica o los sectores más innovadores de la Iglesia llevan persiguiendo desde hace décadas. El asunto es tan denso que personalidades de la Iglesia han tratado de encontrar alguna salida airosa. Por ejemplo, el cardenal alemán Walter Kasper, presidente emérito del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, propuso hace unos meses, durante una asamblea de la Conferencia Episcopal Alemana, la creación de un nuevo oficio en la Iglesia: la diaconisa de la comunidad, una mujer que asumiera parte de las funciones de los actuales diáconos, específicamente en las celebraciones litúrgicas. A esa función eclesial, la mujer no accedería por la ordenación sacramental, explicó el cardenal, sino mediante una consagración especial.

A las mujeres alemanas del movimiento "Somos Iglesia", profundamente progresista, la idea de Kasper le pareció una "pastilla tranquilizante". Sin embargo, se trata de un noble intento por parte de alguien sobre el que el Papa Francisco ha manifestado gran estima (compartida con el Papa emérito Ratzinger). El bloqueo doctrinal es de tal magnitud (y probablemente con el tiempo se revele lo muy problemático de aquella carta apostólica de Juan Pablo II), que las aproximaciones al problema han de ser muy cautelosas.