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El meollo

Una Alameda que da pena

Una Alameda que da pena

El Meollo de la cuestión está en atisbar el motivo por el cuál la Alameda de Sesmero presenta una situación tan lastimosa, como si de penar un castigo o de sufrir una condena se tratara, y de paso saber cuánto tiempo hace que el alcalde Lores no se da una vuelta por un lugar tan emblemático y querido, que por derecho propio está estrechamente ligado a la historia de Pontevedra.

Tras un paseo por la Alameda hoy, cualquiera acaba hablando solo, dada la indignación y el desasosiego que trasmite una actividad que debiera resultar placentera, pero que termina por tornarse en amarga. Desatendida, sucia y asilvestrada, dan ganas de poner una denuncia ante el juzgado de guardia, ahora que se acude a los tribunales con tanta frecuencia para arreglar lo mismo un roto que un descosido.

A lo largo del tiempo, la Alameda estuvo no pocas veces en el ojo del huracán por su penoso estado. Pero quizá nunca ofreció una fotografía panorámica tan mala en su conjunto como ahora, precisamente en una época que el Ayuntamiento saca pecho por la ciudad cada dos por tres.

Además del grave deterioro que arrastran los mosaicos de Sobrino, una situación ya denunciada aquí pero ignorada por el mando en plaza, ese remate final de la Alameda que con tanto gusto diseñó hace casi un siglo el arquitecto Emilio Salgado, presenta una imagen deplorable. Sin duda, echa en falta la atención de una mano amiga para recuperar su armonía y belleza.

No hay un solo tramo del banco corrido de piedra envejecida a lo largo de la avenida de Montero Ríos, cuyo estado no pida a gritos una urgente restauración. La piedra está enferma, amén de desgastada; el encintado entre todas y cada una de sus partes brilla por su ausencia, y el arbusto de separación con la parte alta oscila entre descuidado e inexistente.

Todavía peor cara tiene el muro de cierre que invadido por el musgo, sube por la calle Alameda. La hierba asilvestrada crece sin control en algunas zonas laterales. Y nunca presentó el suelo tantas fallas de árboles como ahora, sin la consiguiente plantación de otras nuevas especies.

Solo los perros campan sueltos a sus anchas, sin correas ni bozales. Tal parece como si de espantar a las personas se tratara para convertir la Alameda de facto en ese parque de canes que reclaman algunas voces animalistas, socavando su función tradicional y su imagen centenaria.

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