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un inciso

El juego de la oca

El juego de la oca

La playa me vuelve egoísta. O quizás asocial. Sobre la arena no puedo reprimir el impulso de reclamar mi espacio. Planto la sombrilla como quien clava una bandera para simbolizar que acaba de conquistar un territorio. Eso sí, soy una colonialista respetuosa con la tierra a la que llega, que busca no mancillarla y no dejar su rastro cuando se va por donde ha venido. Sin embargo, no soporto los rifirrafes en este disfrute de la tierra prometida, de modo que detesto que me muevan los marcos en la toalla cada vez que meto un dedo en el agua -soy una conquistadora friolera; si el calor no aprieta demasiado, puede que no pase de ahí- o que el afán de otros por ganar terreno para sus castillos y sus palas termine dejándome como si me aplicasen gotelé. Es por eso, y porque creo que la mascarilla combina mal con el bikini, que este año no busco bandera azul para mis vacaciones o días de sol. Nunca como ahora valoré tanto una playa casi desierta o, al menos, que no me fuerce a seguir los avatares del vecino de al lado mientras hundo la nariz en el libro como si con ello fuese capaz de hacerlo desaparecer. Lo que antes era posible, la nueva normalidad lo ha convertido en una utopía.

En estas últimas semanas he hablado con mucha gente que vive en la costa. Todos coinciden. Los arenales que ven desde sus ventanas nunca estuvieron tan llenos como este año. No puedo reprimir el enfado. Imagino y comprendo que quien vive de esto o se saca una paga extra a cuenta de alquilar una vivienda -ingreso no siempre declarado, que la picaresca es producto patrio- respirará aliviado. Sin embargo, a mí me indigna. Y no precisamente porque ello me deje sin opciones de playa. ¿Acaso el encierro nos ha vuelto a todos locos? ¿Ciegos? ¿Sordos? ¿Acaso las ansias de libertad nos han nublado el juicio? No puede ser que los deseos de disfrutar del chiringuito o de la terraza con vistas nos deje la memoria seca. Vamos a comprar o a hacer gestiones con el suelo lleno de marcas que nos recuerdan una distancia de seguridad pero, cuando se trata de divertirnos, se desdibujan los límites y el metro y medio se olvida por completo para volver a hacer del cachete con cachete y pechito con pechito la canción del verano.

Soy fan confesa de Luis Davila. De las de carpeta. Considero a este humorista gráfico un comunicador con mayúsculas. Pocos consiguen hacer llegar su mensaje con tanto acierto, sencillez y genialidad. Sus tiras cómicas a menudo son de lo más acertado. Recientemente dibujaba en las páginas de FARO DE VIGO la estampa de tres mujeres. La conversación de dos de ellas se resumía en un "eu co virus fághome a loca". Mascarilla colgando de una oreja y arrimando. La atinada y retranqueira observadora se reservaba la verdad más absoluta: " De loca a loca e rebrote pa quen lle toca". Y así, con esta maestría, se resumía la situación que estamos viviendo.

Algunas comunidades comienzan a hacer obligatorio para todo el uso de mascarillas. Son una lata, un engorro absoluto. De acuerdo. Pero también, a falta de la vacuna que a todos nos tarda una eternidad, la única forma que tenemos de evitar que el coronavirus no vuelva a desmadrarse. Los rebrotes confirman que puede hacerlo en cualquier momento y dejarnos de nuevo con cara de incrédulos si seguimos ninguneándolo. Lo hacemos. No nos engañemos. Todos en su justa medida. Lo hacemos cuando nos ponemos la mascarilla de bufanda, cuando la lucimos en el codo o cuando no dejamos que corra el aire para que así podamos ser más amigotes a brindar por la salud y el verano en la mesa de la terraza.

Cuántos rabos de pasa nos hacen falta. Deberían venderlos con el hidroalcohol. Ayer se nos quedaban las manos rojas de tanto aplaudir a los sanitarios o a quienes se ganan el pan en el supermercado. Hoy, los hemos olvidado y echamos por tierra su trabajo. Escupimos a la cara de aquellos a los que les colocamos la capa de superhéroes en tiempos en los que el miedo se aderezaba con una pizca de aburrimiento, pisoteando su esfuerzo y deshonrando el hecho de que muchos hayan perdido su vida por intentar salvar la nuestra. Quizás convendría recordar sus abrazos rotos cuando disfrutemos estrechando a los nuestros.

Otro mensaje acertado circula estos días por las redes sociales. Invita a reflexionar sobre qué haremos cada tarde a las ocho si vuelve el confinamiento: salir a aplaudir a los sanitarios o hincar la rodilla para pedirles perdón. Sin duda lo segundo nos haría más dignos. Nos escandalizamos de que alguien se suba a un avión y luego a un autobús estando infectado de Covid-19. Ponemos el grito en el cielo cuando alguien llega de fuera y nos trae el bicho. No puedo evitar comprenderlo y, siendo sincera, hasta compartirlo. Sin embargo, miramos para otro lado cuando vemos a los vecinos hacinados en un banco o en una terraza con la mascarilla -con suerte- metida en el bolso, en la chaqueta o adornándole el antebrazo. Y sí, se gira completamente la cabeza para no tener que hacer la vista gorda. Parece que hay que esquivar la mirada del inconsciente para que no nos lea el reproche en los ojos. O, en mi caso, para no fulminarlo con la mirada. Y eso no está pasando en un concurrido paseo marítimo ni en una abarrotada gran urbe. Basta un paseo por zonas como la alameda de A Estrada.

Recientemente tuve la decepcionante ocasión de comprobarlo. Los test de prevalencia indican que no tenemos la llamada "inmunidad de rebaño". La realidad demuestra que, en cambio, somos capaces de actuar como borregos. Bancos atestados de jóvenes y mayores en animada conversación casi de boca a oreja. Las mascarillas puestas se podrían contar con los dedos de una mano y te sobrarían tres. Abrazos, mimos y camaradería. Distancia social cero patatero. Y, repito, casos con hormonas disparadas, pero también muchos que, por edad, tendrían que dar ejemplo a quienes, supuestamente, estaban bajo su cuidado. ¿Y qué hacemos ante semejante cuadro? Pues, en un ejercicio inusitado de autocontrol, fantasear con que puede ser una nefasta casualidad, una ilusión que se desvanece solo con el paseo del día siguiente.

Y he aquí la conclusión: el respeto al prójimo está en vías de extinción. Solo dos cosas pueden evitar que desaparezca: el miedo y que nos toquen el bolsillo. Pues quizás haya llegado el momento de iniciar la campaña "salvemos la empatía y el sentido común". Es posible que haya llegado la hora de que el temor a una multa que pene el egoísmo o la desgana de soportar la incómoda mascarilla nos tape a la vez nariz y boca. Solo así se evita que el virus campe a sus anchas. No olvidemos que hasta en el tradicional juego de la oca al que aludía la viñeta de Davila, además del rebrote, hay la posibilidad de volver a la casilla de salida, la de caer en el pozo, la prisión o hasta en la indeseable muerte. Por el bien de todos, agitemos bien los dados y movamos ficha de forma segura para avanzar hacia la meta.

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