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Cuando cerró el Moderno y se instaló la Caja Rural

La entidad adaptó el local en 1973 y aunque el histórico café se dio por perdido, felizmente se recuperó, pero ya no fue lo mismo

El salón principal del café Moderno,tras su inauguración en 1903. Colección particular.

El cierre del legendario café Moderno, después de setenta años de funcionamiento ininterrumpido, no por esperado menos turbador, trascendió en febrero de 1973. O sea, que va para el medio siglo.

Desde el primer momento se supo que su futuro destino estaba ligado a una institución crediticia, circunstancia que no sorprendió a nadie. Las entidades bancarias ya habían comenzado a instalar sus oficinas en los mejores bajos de los lugares más céntricos. El boom de la construcción estaba en pleno auge.

En realidad, la cuenta atrás para la desaparición del Moderno había comenzado unos meses antes, concretamente en julio del año anterior, como consecuencia del fallecimiento de su propietario, Sebastián Vilas Graña. Mientras vivió su padre, José Vilas Vilas no se atrevió a plantear la venta de un local que perteneció a la familia, al menos desde el final de la Guerra Civil.

Vilas hijo contó a quien quiso oírlo que el famoso “pacto de las Palmeras” entre el Eiriña y el Alfonso que dio origen al Pontevedra C.F. se plasmó en una foto tomada para la historia en aquel lugar, pero el acta fundacional entre las dos directivas se firmó en el Moderno. Entonces Vilas padre hizo socio a su vástago del nuevo club en aquel mismo momento y por esa razón siempre llevó a gala su carné número 1 del equipo granate.

La entidad había nacido cuatro o cinco años atrás y se definía como una sociedad cooperativa de crédito y apoyo financiero a los sectores agrícola y ganadero

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Muerto el patriarca y libre de cualquier atadura a su histórico pasado, la familia aceptó la mejor oferta económica, sin margen para el sentimentalismo que favoreciera la conservación del café mediante un traspaso atinado.

En aquella Pontevedra todavía pequeña, pero ansiosa de prosperar y emerger como capital, nunca trascendió que el Moderno estaba en venta. La negociación debió llevarse con bastante discreción y sin perderse en un largo tira y afloja. Así qué de sopetón, por la ciudad se corrió como la pólvora de un día para otro que la Caja Rural Provincial había adquirido el mítico café para instalar su oficina central.

La entidad había nacido cuatro o cinco años atrás y se definía como una sociedad cooperativa de crédito y apoyo financiero a los sectores agrícola y ganadero. Esa era su razón de ser y ahí estaba su clientela, aunque prestaba igualmente los clásicos servicios bancarios.

A partir de la Caja Rural Nacional, que agrupaba a todo el conjunto, existía una entidad por provincia con una red de oficinas. En Pontevedra contaba con dependencias en Vigo, A Estrada, Campo Lameiro, Lalín, Silleda, Rodeiro, Forcarei, Ribadumia, O Rosal, Ponteareas y Tomiño. Doce en total, contando la sede principal de Pontevedra.

Los máximos responsables, con José Antonio Lago Núñez como presidente del consejo rector, y Antonio Biempica González como director de la oficina central, dejaron claro desde el primer momento que su intención no era otra que efectuar una adaptación lo más respetuosa posible del interior del Moderno a sus necesidades comerciales.

Y para dar veracidad a su compromiso, lo primero que hicieron fue encargar a Laxeiro la restauración del mural que había pintado treinta años atrás en la sala del billar. Su estado de conservación era tan penoso que el artista optó por hacerlo de nuevo sobre la obra primitiva. Así luce ahora.

El Ayuntamiento de Pontevedra rechazó hasta en tres ocasiones la concesión del permiso de obra que solicitó Antonio Biempica

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El profesor Juan Fernando de la Iglesia recreó en un magnífico artículo la operación cuasi quirúrgica que efectuó Laxeiro para acometer la autorrestauración de El manantial de la vida, con el ex propietario del café, Pepe Vilas, como ayudante de cámara. El artista no quiso otro.

A Nilo Fernández Cabaleiro, un ingeniero forestal que tenía mucho peso en la entidad, se atribuyó en aquel tiempo el cuidado puesto en la adaptación del local. Él mismo encargó el proyecto del rediseño interior al decorador Ramón Corredoira, a quien conocía bien y sabía de su competencia.

Una tramitación administrativa en apariencia sencilla se complicó bastante, quizá porque la entidad trató de pasar de puntillas su proyecto de rehabilitación y provocó sin necesidad el efecto justamente contrario. En lugar de un trato favorable – que no de favor-, terminó por suscitar una actitud en exceso puntillosa del arquitecto municipal.

El Ayuntamiento de Pontevedra rechazó hasta en tres ocasiones la concesión del permiso de obra que solicitó Antonio Biempica hasta que, al fin, la Caja Rural presentó un proyecto facultativo firmado por el arquitecto Enrique Barreiro Álvarez, que obtuvo luz verde.

La actuación principal se centró en acondicionar una entreplanta al fondo y facilitar la entrada de luz natural desde el jardín interior

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La intervención se realizó casi toda en la parte trasera, sobre la mitad de la planta disponible; es decir sobre unos 400 metros cuadrados frente a un total de 800. Por supuesto que se conservó el estilo y la decoración de cuadros, espejos y apliques. La actuación principal se centró en acondicionar una entreplanta al fondo y facilitar la entrada de luz natural desde el jardín interior.

Seguramente a causa de esos meses perdidos, la entidad se dio luego una prisa excesiva en abrir la oficina. Tanta urgencia mostró que le puso fecha y se adelantó en tres meses a la recepción del permiso oficial que no tenía. Entonces, todo el mundo miró para otro lado y se deshizo en elogios a la restauración efectuada. No hay mal que por bien no venga.

La inauguración de la sede central de la Caja Rural Provincial en los bajos ocupados hasta entonces por el café Moderno tuvo lugar al mediodía del jueves, 15 de noviembre de 1973. La bendición de las nuevas dependencias corrió a cargo del párroco de San Bartolomé, José Ríos Gigirey, ante una nutrida y selecta concurrencia.

Por un lado, las primeras autoridades provinciales: Manuel Arroyo Quiñones, gobernador civil; José Luís Peláez Casalderrey, presidente de la Diputación, y Augusto García Sánchez, alcalde de la capital. Por otro lado, los mandamases de la Caja Rural Nacional: Domingo Solís Ruíz, presidente; Justo Luís Sagrera Arcón, director general, y José Pomares Martínez, jefe de la asesoría jurídica.

Las intervenciones sucesivas de Lago, Solís y Quiñones, se desarrollaron de acuerdo con el guion prestablecido. Parabienes para todos. Al final, se sirvió allí mismo un vino español, el último de los años venideros. Y otros muchos tuvieron que pasar, como resulta bien sabido, hasta que Caixa Galicia dio una nueva vida al café Moderno en los albores del siglo XXI, no sin pasar muchas vicisitudes por medio, algunas de ellas ciertamente impensables.

La cena de réquiem que no cuajó

El café Moderno pasó por ser a lo largo de su historia centenaria un modelo de convivencia social entre gentes muy dispares e incluso antagónicas. Eso consta en su abultada hoja de servicios prestados a esta ciudad. A principios de la década de 1970, el Moderno parecía que no tenía futuro; o sea que su ciclo vital llegaba a su fin. La clientela que iba acumulando trienios lo había abandonado desconsideradamente. Sin embargo, había ganado otra parroquia adolescente y bullanguera, que se suponía heredera de sus antepasados y se ofrecía a protagonizar un relevo generacional. Lamentablemente, las visitas puntuales de esta juventud emergente las tardes de los fines de semana no resultaban suficientes para insuflar una nueva vida al viejo café; sobre todo porque el escaso consumo per cápita de unos y otros no daba para pipas al bueno de Pepe Vilas, el último propietario que afrontaba su devenir entre la razón y el corazón. Cuando su suerte estuvo echada y trascendió que la Caja Rural Provincial había formalizado la compra del local, un grupo anónimo de autodenominados amigos del Moderno lanzó por medio de la prensa local la iniciativa de convocar una “cena de réquiem”. Es decir, querían darle un buen entierro al modo juerguista pontevedrés, tal y como merecía sobradamente. El menú era lo de menos; no tenía por qué ser un banquete de aquellos que se daban nuestros abuelos a base de bien. Lo verdaderamente importante estaba en la sobremesa, donde se reservaba para los poetas locales una intervención nutrida y estelar. En lugar de una sesión necrológica, los armadanzas hablaban de una “sesión neurológica” por medio de un buen surtido de “postres elegíacos”, y aseguraban de buena tinta que algunos trovadores ya andaban afilando sus plumas y buscando inspiración más allá del cantado río Lérez. La “cena de réquiem” pintaba bien o más que bien; la juerga parecía garantizada a mayor gloria del difunto café Moderno. Pero entonces surgió el problema del lugar de celebración del sarao. Los promotores de la convocatoria insistieron en que debía realizarse en el propio local para inmortalizar su espíritu. Pero no pudo ser. Ni se consiguió la cesión del Moderno, ni se encontró otro lugar a la altura de la ocasión. La idea se extinguió rápidamente como un pajarito, igual que el propio café. Nadie volvió a hablar de aquella convocatoria frustrada, a la que se presuponía una asistencia masiva de una variopinta clientela que habían tenido en el Moderno su refugio de penas o también su nido de amores. Me temo que mi estimado amigo Pedro Antonio Rivas Fontenla, a quien escuché en celebrada ocasión recrear esta historia, no podrá ya ofrecer más detalles y se guardará para sí, como tantas otras cosas, el intríngulis de aquella “cena de réquiem” por el café Moderno.

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