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Cuando el Colegio de Ciegos se estableció en Campolongo

La institución compró a los Maristas la finca La Florida en 1941 y comenzó allí su labor educativa dos años después

Tras albergar la Residencia de Estudiantes del Instituto, La Florida resultó idonea para el Colegio de Ciegos. | // J. PINTOS

Constituida al amparo del bando franquista cuando la Guerra Civil tocaba a su fin, la Organización Nacional de Ciegos (ONC) puso en marcha desde 1941 su primer plan de colegios formativos para impulsar la inclusión social y laboral de los chavales invidentes. Después de Madrid, correspondió a Pontevedra la suerte de contar con el colegio nº 2 de dicha organización aquel mismo año, por delante de Alicante y Sevilla, que vinieron después.

La ONC consideró una magnífica oportunidad la compra a los Hermanos Maristas de su instalación en Campolongo, donde habían impartido enseñanza entre los años 20 y 30, hasta su avecinamiento final en Vigo. La finca tenía una extensión de 40.000 metros cuadrados, y acogía una espaciosa edificación de tres plantas, con una distribución muy adecuada para colegio e internado, puesto que esos habían sido precisamente sus usos anteriores.

“El centro de Pontevedra fue el segundo de su categoría que instaló la organización en España, por detrás de Madrid”

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El maestro de la ONC, José Benito Pérez Díaz, fue la persona clave que propició el 15 de noviembre de 1941 la firma de la escritura de compra-venta entre Vicente Lorenzo, administrador general de los Hermanos Maristas, y Javier Gutiérrez, jefe de la Organización Nacional de Ciegos. El precio acordado fue de 500.000 pesetas, pero la ONC contó con una generosa ayuda de 120.000 pesetas por parte de la Diputación Provincial.

A principios de 1942, la institución encargó las obras de reforma y acondicionamiento a Raymundo Vázquez, probablemente el constructor más importante de esta ciudad en aquel tiempo, sobre un proyecto del arquitecto Emilio Quiroga y del aparejador Agustín Portela. Esos trabajos se complementaron después con la instalación del mobiliario general de equipamiento y docencia, que retrasaron su puesta en marcha.

Tras comprometerse a hacer de Campolongo un colegio modélico en España, la institución demostró que no iba de farol cuando incrementó un 223,6% el presupuesto anual destinado a Pontevedra entre 1942 y 1943, la mayor subida contemplada en sus previsiones económicas.

Durante el período de acondicionamiento del centro, la ONC realizó una solicitud de ayuda nada habitual en una época de tanta penuria: en lugar de una subvención benéfica al uso y abuso, pidió la cesión de árboles frutales y ornamentales, así como de plantas decorativas y medicinales, todas destinadas a reponer por un lado y por el otro embellecer sus instalaciones ajardinadas.

El resultado de aquellas labores no puede decirse que pudieron verlo directamente, aunque sí apreciarlo a su manera mediante las explicaciones pertinentes, los delegados provinciales y responsables administrativos que visitaron el colegio unas semanas antes del inicio de su actividad educativa. Un viaje organizado a Santiago con motivo de la celebración del Año Santo dio pie a su parada y fonda en Campolongo durante el camino de vuelta a casa.

El primer director fue Higinio Soutela, hasta entonces secretario de organización de la ONC en A Coruña. Sobre sus hombros recayeron todos los preparativos para el acondicionamiento del centro; pero tras su fallecimiento prematuro la institución designó como delegado local y también director a José Aragonés Artells en septiembre de 1943. A él cupo la honra de la puesta en marcha de todas sus actividades dos meses más tarde. No obstante, la consolidación de su actividad llegó con Fernando Díez Barandiarán, cuya buena labor fue premiada después con la dirección del colegio de Madrid.

Seis grandes dormitorios, tres baños, salón de actos, biblioteca, capilla y clínica asistencial, conformaban la distribución interior en sus tres plantas. La prensa de la época habló de unas instalaciones “sobrias y alegres”. Además estaban sus campos de deportes, paseos con bancos y espaciosos jardines alrededor del edificio principal. Un equipo de radio y gramola dio mucha vida y prestó un gran servicio al centro. Y entre sus planes inmediatos estaban en un primer momento la construcción de un gimnasio y una piscina.

El Colegio acogió inicialmente a un centenar de chavales llegados de toda Galicia

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El Colegio de Ciegos de Campolongo acogió inicialmente un centenar de chavales llegados de toda Galicia para cursar enseñanza primaria, más francés, música, dibujo, modelado y educación física. A su llegada, cada alumno recibió un equipamiento completo de vestimenta y aseo de forma gratuita para cubrir sus necesidades diarias.

El propio director explicó a sus primeros visitantes que combinaban los métodos inspirados por María Montessori y Ovide Declory, cuyas líneas maestras otorgaban al niño un papel muy activo en su desarrollo psíquico e intelectual, junto al sistema Luís Braille de lectura táctil. En definitiva, cuando la vista no resultaba primordial para un determinado aprendizaje, su metodología impulsaba el desenvolvimiento intelectual e técnico del alumno sin ninguna cortapisa, en igualdad de condiciones que un chico vidente.

El centro puso un acento especial en la instrucción física por su alto valor formativo. Y para atender esta actividad, el colegio contó con un instructor de lujo en la persona de Celso Mariño Ferreira, que unía su profesión de médico a su condición de gran atleta. Él mismo supervisó también la nutrición del alumnado, buscando una dieta sana y equilibrada.

María Parbacil, Mercedes Grases, Benito Martínez, Higinio Soutela, Jacinto Bobill, Luís Sánchez y Germán Bernabeu, integraban el cuadro docente. Un franciscano vigilaba la actividad del internado y la orden religiosa se encargaba de la orientación espiritual. Y el laringólogo Agustín Estella Bermúdez de Castro y el oftalmólogo Pedro Seoane López, prestaron allí sus servicios en una clínica muy bien dotada de material sanitario.

“La máxima aspiración del personal docente -señalaba con énfasis el director- estriba en convertir el internado en un verdadero hogar, donde el niño encuentre todo el afecto que pudiera hallar en el seno de su familia”.

Ochenta años después, ahora puede decirse que tras acoger desde finales del siglo XIX al hospital Santa Teresa; un colegio de los Hermanos Maristas; un internado de jesuitas portugueses; la Residencia de Estudiantes del Instituto y hasta la Comunión Tradicionalista en la Guerra Civil, fue el Colegio de Ciegos quien encontró mejor acomodo y más tiempo permaneció en la llamada finca La Florida de Campolongo.

Una beneficencia mal entendida

Hasta la apertura del centro de Campolongo, los ciegos de Galicia solo tuvieron durante mucho tiempo la oportunidad de recibir cierta instrucción y cultura junto a los sordomudos en un mismo colegio ubicado junto al convento de Santo Domingo, en Santiago de Compostela. Fundado en 1864, el Colegio Regional de Sordomudos y Ciegos afrontaba como buenamente podía la noble tarea encomendada, con más voluntad que acierto. En cierta forma, su tarea esencial se veía desbordada por un concepto de beneficencia no siempre bien entendido, que emanaba de las diputaciones provinciales, sus organismos patrocinadores. Cuando Daniel de la Sota accedió a la presidencia de la Diputación de Pontevedra en 1924 y se interesó por el estado de la cuestión, se llevó las manos a la cabeza al saber que aquella institución continuaba regida y supeditada a su reglamento fundacional elaborado sesenta años antes, con todo lo que suponía aquel paso del tiempo entre los siglos XIX y XX. Movido por esa circunstancia, La Sota gestionó el ingreso de ciegos y sordomudos de esta provincia durante todo su mandato en el Colegio de Deusto, en Vizcaya, considerado entre los más avanzados de aquel tiempo en España. Llevado por un localismo exacerbado, una voz compostelana que respondía al nombre de Antonio de Altamira, puso el grito en el cielo cuando en 1946 se produjo el traslado a Campolongo de buena parte de los ciegos ingresados en dicho colegio compostelano. Tan sustancial mejora en sus condiciones educativas fue erróneamente traducida como un ultraje que anticipó el principio del fin de aquella vetusta institución.

La inauguración que nunca se hizo

A pesar de que la ONC se volcó con su colegio de Pontevedra y previó su inauguración para el curso escolar 1942-43, finalmente no cumplió su propósito. El centró no comenzó a funcionar en la fecha anunciada, el tiempo se echó encima y, finalmente, el acto inaugural nunca se realizó. A marchas forzadas, el alumnado empezó a llegar de forma escalonada a Campolongo desde mediados de noviembre de 1943, con el curso ya encarrilado, y se anunció la inauguración del colegio “en fecha próxima”, una vez normalizadas todas sus actividades. Sin embargo, ese momento propicio acabó por dormir eternamente en el sueño de los justos. Aquel regusto amargo por la fallida puesta en marcha parece que permaneció vivo en la memoria de sus promotores. De forma y manera que cuando la ONC acometió tres años después una importante ampliación, que incluyó la construcción de otro edificio destinado a albergar un centenar de nuevos alumnos, tiró la casa por la ventana anticipadamente e hizo coincidir el acto de clausura del curso 45-46 con la colocación de la primera piedra. Un notable plantel de autoridades y personalidades respondieron a la invitación de la ONC, que desplazó hasta Pontevedra a su delegado nacional de Enseñanza, Juan Muñoz. Entre los asistentes estuvieron el alcalde, González Posada; el presidente de la Audiencia, Suárez Vence; el coronel del Regimiento de Infantería, Moreno Muñoz, el presidente de la Cruz Roja, Bastarreche y Díez Bulnes, y el arcipreste del Morrazo, Fraile Lozano, quien bendijo la arqueta que custodió el acta levantada, los periódicos del día y algunas monedas de curso legal, tal y como establecía la tradición.

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