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Las carteleras de los Soportales

Instaladas tras la Guerra Civil, prestaron un servicio impagable para conocer durante un paseo la programación de los cines

Fiel recreación de una cartelera recuperada por Ramón Pedras, sobre la columna que correspondía al Teatro Principal. | // GUSTAVO SANTOS

Las carteleras de los Soportales frente a la plaza de la Herrería, que anunciaban las películas de los cines, se instalaron allí después de la Guerra Civil y prestaron un servicio muy apreciado por los pontevedreses, niños y mayores. Sobre todo, durante el largo período en que esta ciudad careció de un periódico local donde consultar la programación diaria.

La primavera de 1945 trajo a Pontevedra la buena nueva de un semanario denominado Ciudad, con información cinematográfica suplementaria de las mentadas carteleras.

“El Cuarto Mandamiento”, con Joseph Cotten y Dolores Costello; “Suez”, de Tyrone Power y Loreta Young, y “Mosquita en palacio”, de Rafael Durán y Josita Hernán, ocupaban las pantallas del Coliseum, Ideal Cinema y Principal en aquellos días. Y el Victoria, estrenado solo dos años antes, anunciaba “El hombre que vendió su alma”, de William Dieterle, primera película extranjera declarada “de interés nacional” por su aleccionador mensaje.

Un chascarrillo inventado por el semanario para rellenar la sección de Cartas al director dejó para la posteridad un testimonio impagable sobre las carteleras de los Soportales y su utilidad social.

Concha Chacón, supuesta ama de casa y cinéfila empedernida, ponderaba a Ciudad la publicación de su cartelera porque le evitaba “tener que ir hasta los Soportales para enterarme de las películas y dejar la comida al fuego”, con el riesgo consiguiente. “No me pierdo -contaba- un domingo en el Principal, ni un “familiar” en el Victoria; ni un “fémina” en el Coliseum, y al Ideal Cinema voy de vez en cuando porque allí conocí a mi segundo marido”….

La misiva ofrecía otro detalle revelador sobre el cuchicheo imperante en aquella Pontevedra provinciana: doña Concha agradecía la programación de Ciudad porque “no me gustaba que me mirasen las de Fernández, las de Pérez o las de González examinando las carteleras”. No solo salvaguardaba su afición cinéfila, sino que distraía su gusto personal por unas películas determinadas, a veces inconfesable, frente a sus chismosas vecinas.

Precisamente aquel visionado en los Soportales provocaba en ocasiones airadas quejas entre paseantes quisquillosos, que sentían interrumpida su marcha por quienes se paraban para ver y comentar los fotogramas de las películas. Aquellas aglomeraciones puntuales sacaban de quicio a los intransigentes, que ponían el grito en el cielo por cualquier nimiedad.

Un tal Pamplinas solicitó en 1960 el cambio de ubicación en la prensa de la época como única forma de resolver el problema. La protesta reiterada una y otra vez terminó por calar un buen día entre la corporación municipal.

La Comisión Permanente abordó el asunto y tomó el acuerdo de “gestionar con los empresarios el cambio de colocación de las carteleras de los Soportales”. Aquel día, los munícipes parece que no tuvieron otros asuntos que abordar de mayor enjundia, puesto que volvieron a insistir en “la prohibición de la venta de estallos”, que tanto gustaban a los chavales. Sin embargo, no prosperó ni una cosa ni la otra: las carteleras continuaron en los Soportales, y los chiquillos siguieron tirando y rascando los estallos. Entonces el empresario Isaac Fraga ya controlaba casi todos los cines e influía mucho.

Sin duda más cutres las antiguas y más vistosas las últimas -cambiaron sus formatos con el paso del tiempo-, aquellas carteleras se integraban bien en el paisaje urbano y suponían un acicate más en el disfrute del paseo que comenzaba en la Oliva, cruzaba la Peregrina y se prolongaba en los Soportales o viceversa. Las Galerías Oliva que llegaron después, ensancharon el recorrido de las tardes de los fines de semana, vuelta tras vuelta.

En definitiva, un vistazo a aquellas carteleras se convirtió en un rito compartido por varias generaciones de pontevedreses de todas las edades.

La última ubicación de las carteleras de los Soportales, tal y como la recuerdan bien muchos abuelos, transcurría del modo siguiente, de arriba abajo: primero estaban cuatro carteleras de los cines Malvar y Victoria contra las pétreas columnas que forman tres arcos de la segunda casa. Las dos primeras encaraban el comercio de Carlos Peláez, en tanto que las otras dos lo hacían frente a Confecciones Clarita. Un poco después colgaban otras dos del Coliseum, en sentido perpendicular al paseo, frente a frente, a la altura de Arturo Rey y La Moda de Abajo. Y finalmente estaba la cartelera del Principal frente a Almacenes Pedrosa, donde se instalaba el carrillo de Papiris y señora.

Todavía hoy pueden verse sobre dichas columnas los restos de las colgaduras, que permanecen indelebles al paso del tiempo.

Los formatos de las carteleras eran idénticos para Malvar, Victoria y Principal, los tres cines dependientes del mentado empresario. Un armazón artístico en madera pintada cerraba su parte delantera con una cristalera transparente para visualizar los fotogramas -tres o cuatro-, así como el cartel a color elaborado por “Parrita”, cuya instalación corría por cuenta del bueno de Ulpiano, “Piano” popularmente. Por su lado, las carteleras del Coliseum eran más rústicas, con una rejilla de alambre de gallinero en su parte delantera.

Andrés Montaner recuerda muy bien una divertida anécdota que un testigo presencial contó para regocijo general en el comercio de su tío, Almacenes Pedrosa. Plantados delante una cartelera que anunciaba la proyección de “Hamlet”, un paisano dijo a otro: “Votan Hamelete. Xa a vin; é de espadas”. Y se quedó tan pancho. De “Hamelete” a Camelot había un trecho.

Complemento idóneo de las carteleras eran los prospectos y las octavillas que anunciaban las películas, y que repartía el citado “Piano” y también “Correa”, otro personaje unido al cine local por la venta de caramelos, cacahuetes y gaseosas en los descansos de las proyecciones. Aquellos prospectos causaban furor durante una época en que se coleccionaba de todo: desde cromos muy diversos, hasta chapas de refrescos.

Consumada su retirada de los Soportales en los años 70, las viejas carteleras ambientaron las paredes del Corrales, en su etapa postrera como bar de copas. Luego, Ramón Pernas “Petete” encontró las últimas carteleras destartaladas en el suelo de dicho local tras su cierre; rescató dos de ellas y acometió una feliz restauración para honrar la memoria colectiva pontevedresa.

La calificación de las películas por la Iglesia

El visionado de las carteleras de los Soportales conllevaba indefectiblemente para los chavales de mí generación una segunda consulta en los atrios de la Peregrina o San Francisco -los templos más cercanos- al respecto de las películas anunciadas. La finalidad de la visita no era otra que conocer su calificación moral por la Santa Madre Iglesia. El asuntillo tenía su miga.

Esa incursión no exenta de riesgo transcurría habitualmente a primera hora de la tarde o última hora de la mañana. Así evitábamos las misas diarias, y tratábamos de soslayar un encuentro inoportuno con algún cura o persona amiga de la familia, que pudieran intuir la finalidad de tan malévolo provecho, con posterior chivatazo y la reprimenda consiguiente u algo todavía peor.

No hace falta decir que no teníamos la menor intención de acatar la recomendación de turno. Más bien al contrario. Cuanto más grave y pecaminosa era la valoración apuntada, mayor resultaba el interés por su visionado. De modo que la supuesta orientación clerical ejercía como arma de doble filo.

Como resulta bastante sabido, aquella clasificación moral establecía los apartados siguientes: 1: Autorizada para todos los públicos. 2: Jóvenes, para mayores de 14 años. 3: Mayores de 21 años. 3R: Mayores con reparos, por tesis contra la moral y el dogma católico. Y 4: Gravemente peligrosa. Obviamente, a mayor número, mayor curiosidad, por no decir otra cosa.

El padre Luís Mª Fernández, que era un cinéfilo empedernido, contaba al respecto en su círculo más íntimo con una sonrisa de complicidad, que él consideraba un deber el visionado de las películas 3R y 4 para saber a qué atenerse luego en el confesionario y calibrar la penitencia a imponer….

Estaba claro que el cine y la Iglesia no casaban bien y resultaba evidente que la censura civil mostraba una tolerancia mayor que la valoración religiosa. Sin duda, eran muchos los intereses en juego de la industria cinematográfica, y algunos censores eclesiásticos resultaban más papistas que el Papa en sus apreciaciones. Hasta “La gran aventura de Tarzán”, por ejemplo, levantaba ciertas suspicacias a cuenta de sus pectorales descubiertos. “La admiración física hacia el arquetipo puede dañar psíquicamente a los adolescentes poco diferenciados”, objetó un censurador sin duda víctima de su propia perversión.

Naturalmente, los chavales ignorábamos por completo todo lo que se cocía detrás de las clasificaciones de las películas; es decir, la enconada pugna entre unos y otros censores, con Acción Católica por un lado y el Gobierno de turno por el otro. Eso produjo una abundante, clarificadora y divertida literatura que conocimos mucho tiempo después.

El último escollo para ver una película de mayores de 16 años -la barrera de los 18 surgió en una época posterior- por los quinceañeros todavía sin el anhelado carné (DNI) que el franquismo otorgaba al cumplir dicha edad, pasaba cada tarde por burlar al portero del Malvar o del Principal con mil y un postureos, cigarro en ristre para demostrar mucha hombría.

Del éxito o del fracaso en la apariencia de cada cual y, sobre todo, de si el portero estaba o no de quiero, dependía finalmente la entrada a General -en butaca podía descubrirte cualquier amigo de tus padres- y el disfrute en tecnicolor de Rita Hayworth, Silvana Mangano, Kim Novak, Ann Margret y demás actrices rutilantes. Cada uno tenía sus favoritas.

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