Nos levantábamos tarde. Y nos cuidaba la abuela. Ellas que siempre lo dieron todo por nosotros. Y que siguen y seguirán dándolo. Y veíamos series de dibujos en la tele. Y desayunábamos leche con galletas. Y nos daba igual todo excepto si la tarde iba a ser acompañada de aquellos amigos que solo veías en verano. Y que bien.

Hoy volvió a mí aquella dulce sensación del último verano que ocurrió así. Y por un segundo sentí el olor de los árboles en Menduiña y los gritos de los niños en el mar. Y el chapoteo. Y la libertad. Y recordé el cortometraje de Dúas Cores de Cristina Yáñez porque lo explica muy bien. El reencuentro, digo. Contigo mismo y con los demás. Y también la añoranza de lo que una vez fuimos y de lo que somos ahora. Cada uno que reflexione si eso es bueno o malo.

Y las tiendas de campaña con sombrilla. Y los castillos de arena disolubles. Y las barreras contra el mar para que no pasase y lo arrastrase todo. Y los labios morados del frío, pero “mamá que no quiero irme que se está muy guay”. Y el ¿“hoy duermes en mi casa y jugamos hasta tarde?” Y los goles de España en el Mundial y las noches de piscina. Y también recuerdo el sabor del Kas de Naranja y el helado obligado antes de salir de la playa.

Y que fácil, que sencillo, que bonito pensar que en algún momento de nuestra vida nuestra gran preocupación fue perdernos el nuevo capítulo de Hannah Montana en la tele. Y recuerdos de la ducha después del día de playa. Del cansancio. De la alegría. Del no saber qué, pero qué feliz.