O lo que viene siendo lo mismo, la capacidad de ponerse en el lugar del prójimo. No quiero decir cambiar de lugar físico a golpe de pirueta y ya. Es el ser capaz de ubicarnos en su alma, en su mente, en las circunstancias que está viviendo. Intentar apenas un instante averiguar cómo se siente el de al lado, para poder aportar nuestro granito de arena. Si lo hiciésemos, nosotros también creceríamos y sin querer podríamos aplicar nuestros mismos consejos si alguna vez ocurriese al revés.

Pero lo hemos olvidado, qué pena... El ser humano se ha vuelto egoísta y de mente cerrada. No ve más allá de su nariz; no escucha más que el tambor de su cerebro. Cuerpos golpeados por la pandemia, otros bajo piedras de terremotos imprevistos, historias calcinadas por la lava. Apagamos la televisión y la vida sigue.

Todavía peor si lo hacemos a diario, nos gusta juzgar sin preguntar, criticar sin conocer, desaparecer cuando nos necesitan. Hilamos las vidas de afuera mientras las nuestras intentan carecer de compromisos que las puedan entorpecer o manchar. Puro egocentrismo.

Hace un tiempo escuché que le decían a un niño, por no dejar un juego a otro, “ahora ya sabes lo que es empatía: no hacer a los demás lo que no te gusta que te hagan”. Yo no estaba nada de acuerdo con esa definición. El pequeño me miró con ojos llorosos, no dije nada, sabía que jugarían de nuevo.

Nosotros deberíamos prestarnos alguna vez los sentimientos, pero no para jugar, si no para comprender cómo nos hace actuar en muchas ocasiones el camino que nos ha tocado vivir.

Mientras tanto, mientras observamos que hay mundo más allá de las cuatro paredes de nuestra casa, podemos empezar por escudriñar los corazones de las personas que queremos, y no olvidar que son las que más necesitamos al tiempo que nos necesitan.