Creo no equivocarme si argumento que más veces aparece la palabra “derechos” que la palabra “obligaciones”.

Parecemos apuntarnos al carro de la modernidad, adornados con una banda de privilegios que, al pairo del acontecer, nos sitúan más cerca de no hacer nada que de sí hacerlo.

Cuando se nos recrimina por algo, enseguida nos sale el tema: “Es que yo tengo derechos”. Y, ¿quién lo duda, criatura? Pero, ¿solo derechos?

Se diría que las obligaciones son harina de otro costal, que es cosa de otros, que son otros los que tienen que “chuzar”, porque nosotros pertenecemos al bando de los elegidos y no al grupo de los “pringados”, como se dice ahora. Hay que ver qué “trasto” me han vendido envuelto en un bonito papel de regalo, sin saber si sabré manejarlo. Ni siquiera si podré mantenerlo en el futuro más cercano. No me sorprendería el hecho de pensar que a alguien le interesarán estas situaciones. Se balancean en un columpio mal equilibrado y cuyos resultados se verán en un corto plazo. Dejemos que el tiempo haga su trabajo.

Cuando se dé por finalizado el “parque de atracciones” y en su lugar se monte un “chiringo” de “darle al tajo”, se elucubrarán toda una sarta de protestas con el único de fin de “no tener que fichar al entrar”.

Y creo que no andamos muy lejos, viendo cómo va el “tabanquee” económico, que apunta más a un descarrilamiento que a un buen aterrizaje con viento de frente.

Este despropósito me recuerda a una serie que emitían en televisión hace unos años, cuyos protagonistas nunca trabajaban o no se les veía.

Entre almorzar en el “ club”, darle a la lengua, tomar el té de las 5 en la cubierta del yate, pasearse por los aeropuertos y debatirse en continuas infidelidades (triángulos amorosos incluidos) tenían el “chollo “ resuelto. Porque lo que es “doblar la paletilla”... La cosa se aderezaba con unas mansiones envidiables, autos de alta gama, ropa de “marquísima”, personal doméstico y una existencia de “marajás” . Todos guapísimos, maravillosos y jovencísimos para siempre.

No debiéramos despistarnos del postulado que reza: “El ser humano cuanto menos hace, menos quiere hacer”. Por aquello de que el cuerpo se habitúa a todo.

La madurez y/o el estado adulto, no solo se caracteriza por el propio estado biológico, sino asimismo por la responsabilidad, tanto la propia como la colectiva. Vivir dependiente, sea a costa de quien sea o de papá Estado, se asemeja bastante más a un teatro de marionetas dirigidas que a un conjunto armónico. Mejor quien sabe timonear su propia vida que esperar a que “le resuelvan una y mil veces la papeleta de la subsistencia”.

El “ya veremos”, el “hoy sí”, “mañana no” y pasado “ya se tratará”, es muy propio de quien no hace ni se plantea hacer.

En algún lugar he escuchado que, tras la 2ª Guerra Mundial, los alemanes trabajaron dos horas gratis para levantar la nación. Y ya vemos cómo están hoy los germanos, defectos incluidos. Las satisfacciones interiores se trabajan, mucho menos, se adquieren. Ni siquiera las venden preparadas.

Tras estos planteamientos, repregunto una vez más. Y las obligaciones , ¿esas de quién son? En la parte que me toca, mías, por supuesto. ¿Y?