La eutanasia, la renuncia voluntaria a la vida que deja de ser vida no suele aparecer en la palestra nada más que las veces justas y necesarias. Es innegable que para muchos la vida acaba antes de su muerte por lo que muchos consideran justo que sea ahí donde puedan abandonarla con garantías de no padecer un final chapucero sino científico, sin involucrar judicialmente con su decisión a nadie más. Es un tema delicado capaz de marcar para siempre a quien se considera capacitado para aceptar la responsabilidad de poner fin a una vida por razones humanitarias, labor que para los creyentes corresponde exclusivamente a Dios y que podría condicionar su continuidad más allá de esta vida. Por otro lado, no es lo mismo opinar del sufrimiento cuando este es ajeno a cuando es propio, pues el hombre teme a la muerte pero quizá, si fuera plenamente consciente de hasta dónde puede llegar el umbral del sufrimiento humano y lo que este puede llegar a soportar y durante cuánto tiempo antes de su final, muchas posturas contrarias a la eutanasia verían tambalear sus cimientos. Es verdad que los cuidados paliativos para sobrellevar el dolor han avanzado enormemente pero no solo sufre el cuerpo por el dolor sino también el alma por la ausencia de la mínima dignidad que precisa la existencia.