Existen características del ser humano que, mal que nos pese, están ahí para recordarnos la fragilidad de nuestra integridad.

Nacemos con el físico de que la naturaleza nos provee y que deberemos aceptar si queremos optar a ser felices; sin embargo, no nacemos aprendidos, y eso nos concede la oportunidad de moldear nuestra personalidad sobre la marcha.

En ocasiones esa personalidad está construida sobre una base endeble que permite moverse con elegancia en terrenos firmes y petarlo en sociedad, pero cuando se ve obligada a desenvolverse en terrenos pantanosos que requieren de algo más que de fachada, por ejemplo de humanidad y de solidaridad, el conjunto se desmorona dejando a la vista un ser patético capaz de ponerse la vacuna que a un anciano le protegería la vida, o la de un sanitario para el que supondría un escudo con que luchar por la vida de ese anciano sin comprometer en exceso la suya.

Son viles a veces las artimañas humanas que se pueden llegar a hilvanar por preservar la integridad y que no son indicadores en absoluto de su maldad sino de su absoluta vulnerabilidad ante lo desconocido.