Desde que nacemos, todos tenemos un proyecto vital, que cambia según las circunstancias de cada uno. Unos llamados por la vocación religiosa dedican su vida al compromiso de su ministerio, otros permanecen solteros, y la mayor parte optamos por formar una familia. Unos y otros adquirimos una formación más o menos profunda, tanto en el ámbito laboral como intelectual, que nos da opción a desempeñar diferentes responsabilidades.

Pero, y he aquí el argumento de mi artículo, al margen del papel que en la sociedad nos haya correspondido, los estudios que hayamos cursado y la formación adquirida, muchos de nosotros sin habérnoslo planteado siquiera, terminamos desempeñando una función para nada baladí, que es el cuidado de los nietos, y en muchos casos con una dedicación mayor a la que en su día hicimos con nuestros propios hijos. Porque entonces, como ahora les ocurre a ellos, el trabajo y ocupaciones no nos permitieron dedicarles todo el tiempo que hubiéramos querido. Y así, en esta vocación sobrevenida, los que tenemos la suerte de ejercer de abuelos (yayos) compartimos el cariño con nuestros nietos, y en compensación del tiempo dedicado, la satisfacción de sentirnos útiles, trasmitiéndoles cuidado, consejos y enseñanzas.

En conclusión, podríamos decir, que todos los que llegamos a esta situación, comprobamos que al margen del trabajo que hayamos desempeñado y el bagaje formativo que tengamos, todo queda relegado al cuidado y atención de nuestros nietos, que, para honra y satisfacción propia, constituyen nuestro principal compromiso.