El otro como enemigo

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Hace ya muchos años que leí “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe; aunque he olvidado ya numerosos detalles de la novela, sí puedo recordar que el episodio de la novela que más me impresionó fue el momento en el que Crusoe comprueba que no está solo en la isla.

Al cabo de unos años, se había aclimatado ya a aquel destierro impuesto, a aquella vida de absoluta soledad. Habitante único, era el rey de la isla, rey de un territorio sin súbditos. Un día, cuando deambulaba por la playa, descubre una huella marcada sobre la arena. Se acerca; no es huella de animal, es justamente huella de un pie humano, y no del suyo, pertenece al pie de otro hombre. El corazón le da un vuelco; no está solo, como creía, hay alguien más en la isla. De pronto se siente acechado, vigilado. Invadido por el pánico, escruta nervioso su entorno; las lomas que descienden hasta la playa, la vegetación espesa que en la distancia le hace imaginar formas diversas, el mar despoblado, el horizonte desnudo, no ve nada, pero allí, en la isla de la que él se tenía por único habitante, hay otro hombre que se oculta. Ese descubrimiento le obliga a dar un giro radical a su vida porque en ella ha irrumpido de pronto e inesperadamente un intruso, un desconocido, el otro. Desde ese momento, obsesivamente vive a la defensiva y se dedica afanosamente a protegerse frente al extraño, a parapetarse frente al enemigo; hace de su cabaña una fortaleza, pone a punto sus armas, el temor y la inquietud no le dejan dormir, vive en constante vigilancia y a la vez se siente vigilado. Hay otro hombre en la isla. Crusoe no supone la posibilidad de otro náufrago con el que compartir el infortunio, o la posibilidad de ayuda y compañía. No, del extraño no tiene otra percepción que la de un enemigo dañino. El otro está envuelto en la incertidumbre, y esta instintivamente se vive como amenaza.

Decía Ortega y Gasset que todo otro ser humano nos es peligroso, cada cual a su modo y en su peculiar dosis. ¿De dónde viene esta representación del otro como enemigo? ¿Por qué ese innato sentimiento de temor y hostilidad frente al extraño? ¿Por qué lo imaginamos como eventual agresor? ¿Qué miedo atávico llevamos en los genes que nos coloca en estado de alerta frente al otro?

“Decía Ortega y Gasset que todo otro ser humano nos es peligroso, cada cual a su modo y en su peculiar dosis”

Pero la reacción no se limita a la dimensión individual o personal; también como civilización reaccionamos de igual modo. Habitamos en nuestro planeta solitario en medio del inmenso océano interestelar. Si de pronto conociésemos que la civilización de otro planeta nos ha descubierto y viene hacia nosotros, en el momento en que sabemos que no estamos solos en esa negrura infinita del espacio, despertamos de la incomunicación de milenios para protegernos frente a lo que no nos representamos como encuentro, sino como amenaza y enfrentamiento. No esperamos de los otros lejanos y desconocidos sino el asalto, la acometida, el daño.

De nuevo el pánico, como le ocurrió a Robinson Crusoe. Así nos ha educado una abundante filmografía de ciencia ficción que imagina la llegada de alienígenas –antes marcianos– a nuestro planeta. Invariablemente se nos transmite la imagen de invasores empeñados en dominarnos o destruirnos.

Harto elocuente es el ejemplo de aquel famoso programa radiofónico protagonizado por Orson Welles en octubre de 1938. Se trataba de la versión radiofónica de la novela de H.G. Wells “La guerra de los mundos” que se emitió por la CBS. Al comienzo del programa hay una advertencia de que lo que sigue es narración ficticia. Pero multitud de oyentes se conectan momentos después, por lo que lo primero que oyen es al locutor que da noticia de que el profesor Farrel del Observatorio de Mount Jennings de Chicago informa de unas explosiones ocurridas en el planeta Marte, como unas llamaradas de color violeta que se dirigen hacia la Tierra a una velocidad extraordinaria. Momentos después, se oye la voz de Orson Welles que narra, en riguroso presente, como si de un reportaje radiofónico se tratase, el aterrizaje de un ovni en Grover Mills, New Jersey, del que desciende un alienígena de aspecto agresivo y hostil, todo ello acompañado de logrados efectos sonoros. Cunde el pánico, cientos de miles de oyentes creen que en efecto se está produciendo una invasión de seres de otro mundo y despavoridas emprenden una huida alocada tratando de abandonar las ciudades que se ven colapsadas, al igual que las carreteras, las estaciones, las comisarías. Es un delirio colectivo, el horror desbocado. Aquella histeria general se extendía como una llamarada de pánico incontenible a pesar de que desde el programa se advierte en varias ocasiones de que se trataba de una dramatización radiofónica y que nada de lo que ocurría era real. Fue inútil; demasiado tarde. Los otros ya estaban allí, los otros, el enemigo.

Suscríbete para seguir leyendo