El golpe más letal

Joaquín Rábago

Joaquín Rábago

Hablaban el otro día todos los medios de Occidente de uno de los golpes “más letales” asestados por Ucrania al Ejército ruso desde su invasión ilegal del país vecinos.

Había en algunos de los titulares eso que los alemanes llaman con una palabra muy expresiva Schadenfreude, es decir “regocijo en la desgracia ajena”.

El Estado mayor de Kiev habló de cuatrocientos muertos mientras que Moscú rebajó la cifra a ochenta y nueve.

Ya sabemos que la guerra es también propaganda y no solo de una de las partes. Cada cual tiende a minimizar sus pérdidas y exagerar las que causa al adversario.

No importa: un solo muerto es ya demasiado. Estamos hablando de carne de cañón, como suelen ser las víctimas de los conflictos militares.

¿Cuántos ucranianos han muerto ya en los diez meses que llevamos de guerra? ¿Cuántos rusos? Deben de superar con mucho los cien mil en ambos casos. Y no hablemos ya de los cientos de miles de heridos.

A las pérdidas sufridas por el Ejército invasor en el último golpe por sorpresa sucederán una vez más ataques contra blancos civiles y militares ucranianos. Es el conocido mecanismo de acción-reacción.

Mientras tanto, los fabricantes de la muerte y los expertos en armamento de todo el mundo dirán mil maravillas de los misiles Himars empleados en el ataque ucraniano.

Y la empresa fabricante, la estadounidense Lockheed Martin, se colgará lo ocurrido como medalla en la próxima feria de armamento de cualquier país del mundo.

Dos pueblos hermanos, ambos eslavos, de esos que los nazis calificaban de “infrahumanos” y hablaban de exterminar, están embarcados en una guerra sin cuartel, cada vez más mortífera.

Se la ha calificado de “guerra de desgaste”, también de “guerra por procuración” de EE UU contra la Rusia de Putin, en la que la OTAN suministra a Kiev armas y datos de inteligencia, y Ucrania y Rusia ponen los muertos.

Y mientras en EE UU no se vea llegar ningún féretro con un uniformado envuelto en la bandera del país, no parece que nadie, ni allí ni aquí, esté dispuesto a salir a la calle a protestar.

El masivo movimiento pacifista que conocimos cuando la OTAN tenía enfrente al hoy disuelto Pacto de Varsovia parece ya definitivamente cosa del pasado.

La propaganda ha hecho efecto y hoy protestar contra la continuación de esa guerra, instar a los gobiernos a que hagan algo para ponerle fin en lugar de seguir alimentando la hoguera es hacerle el juego al enemigo.

La diplomacia se da por rendida si es que alguna vez intentó algo, lo cual es cada vez más dudoso a la luz de las declaraciones de la excanciller Angela Merkel sobre los acuerdos de Minsk: según ella, un simple engaño para permitir ganar tiempo a Ucrania.

Ya no cabe la mínima cesión frente al enemigo, que es el mal absoluto, y decir lo contrario es anatema, al menos en Occidente.

Si un país se niega a sancionar a Rusia, se expone a las iras de Estados Unidos, que es quien fija las reglas del nuevo orden internacional.

La OTAN, que se concibió originalmente como una alianza defensiva de Europa occidental frente a la Unión Soviética, ha sufrido una transformación fundamental y es hoy sobre todo un instrumento con proyección en todo el mundo.

Ese nuevo modelo atlantista sirvió ya en guerras anteriores como las de Afganistán, Irak o Libia, guerras en todos los casos asimétricas y muy diferentes de la que hoy se libra en suelo ucraniano.

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