Ahora mismo, y por más vueltas que se le den, hay motivos para pensar que en estos Reinos que forman España alguien –o más...– ha perdido el oremus. Porque si está abierta una “guerra” en Cataluña por el asunto lingüístico y la casi desaparición del español en sus escuelas; otra por la persistencia de algunos nacionalistas en la idea de la independencia; una más a causa de la enseñanza de la historia como si hubiese comenzado aquí en 1812 o, en fin , los de Podemos enviando mensajes publicitarios preelectorales que no plantean la igualdad, sino la confusión a la vez que apedrean de cuando en cuando a sus socios, era previsible que, tarde o temprano, se declarase otra de tipo fiscal.

El primer aviso de que algo se cocía fue la estrategia de la señora Ayuso, presidenta madrileña, convirtiendo su política impositiva en una especie de tómbola con premio para las empresas que allí se ubicasen. Sin olvidar a los residentes individuales, que son los que votan y, por tanto, a los que hay que cuidar y hasta mimar con esmero. Antes, Galicia, practicaba descensos en su apartado fiscal, pero sin estruendo ni alharaca. Ya Madrid había caldeado los ánimos de la izquierda levantina, que exigía la “armonización”, forma moderada de “centralización” que, después de lograda –naturalmente– ellos modificarían al alza para dejar en cueros políticos a doña Isabel.

(Mientras, el PNV, asociado en Euskadi con el PSOE, hacía lo que mejor sabe: callar –o como mucho insinuar– y cobrar diezmos y primicias. Pero en esto llegó Juanma Moreno y mandó acelerar; al estilo del alcalde de Móstoles, proclamó que todo aquel que quiera residir en Andalucía tendrá como premio la eliminación del impuesto de Patrimonio y. como estrambote, con la promesa solemne a los catalanes –no se sabe si a los constitucionalistas o a todos los demás también– de que su comunidad, la de Moreno, “no se independizará“. Y naturalmente, se armó un buen jaleo: respuestas agrias de los adversarios, carreras entre los afines e incluso un cierto regustillo a triunfo en la señora Ayuso, que vuelve a donde más le gusta: el escenario).

En este punto conviene despojar de cualquier ornamento a la opinión que se deja expuesta: guste o no leerlo, todo esta “guerra” responde no tanto al interés general de los contribuyentes que, quizá, cuanto al electoral, impulsado además por las encuestas. Los conservadores invitan, en época de inflación, a que los ciudadanos tengan “más dinero para gastar”: justo lo contrario que los bancos centrales, que suben los impuestos. Y mientras Europa se prepara para un invierno duro de verdad y la guerra en Ucrania está cerca de extenderse, aquí los que deberían ser más serios, se dedican a discutir sobre quien la tiene –la política fiscal, por supuesto– más útil y generosa. O sea, dar duros a cuatro pesetas.

Dicho todo ello, es preciso reconocer que un país “normal” no se puede permitir otro lío –y menos otra “guerra”– como los de la Educación o la Sanidad: diecisiete políticas distintas, y ahora además con tintes de subasta para ganar adeptos. Falta poco para ver a presidentes, o consejeros de Hacienda o Economía, ofreciendo una bicoca en cualquiera de las tómbolas que abarrotan la feria. Y además, por un módico precio en las rifas: asentarse aquí o allá depende de lo que convenga a los cada vez más curiosos que se acumulan ante los oferentes. Con razón se atribuye a un clásico, puede que anónimo, aquello de “qué país, qué paisaje y qué paisanaje, Miquelarena...”