Agotadas, o casi, todas las advertencias a que la ilógica de las decisiones de la UE en materia de limitaciones pesqueras, y recorrida casi la totalidad de las posibilidades a la vista –desde el colapso de la flota gallega hasta su probable desaparición–, la noticia que ayer publicaba FARO DE VIGO obliga a hablar ya de la extremaunción. Pero no acabará en este último suspiro, sino con la respuesta a una pregunta que ni puede ni debe quedar en el aire: ¿qué más tiene que aguantar Galicia de la Unión Europea, y de la pasividad del Gobierno del señor Sánchez, para activar de una vez los recursos –pocos, eso es cierto, pero es mejor algo que nada– para defender sus derechos?

Digan lo que digan los melifluos asesores que abundan en Moncloa y su entorno, hay momentos en los que el Derecho, incluido el Internacional, tiene que predominar sobre acontecimientos y/o las visiones particulares de los miopes políticos. Es una norma general, pero ya se sabe que en España ese tipo de obligaciones solo se aprueba o respalda cuando le conviene a los que mandan; es lo que ha llegado, ahora y con estos, a límites desconocidos. Y, en este punto, hay otra pregunta: ¿qué sucederá con la flota –unos mil barcos, calculaba este periódico– y sus derechos y, a la vez –algo que tiende a olvidarse–, con la industria transformadora? Son cientos de familias las que padecerán.

Una de las respuestas se refiere a la unidad en el rechazo –con el presidente Rueda y doña Ana Pontón y el señor González Formoso a la cabeza-– lo que equivale a decir el conjunto de la sociedad gallega para que se la defienda. Y no parece necesaria una relación pormenorizada de los maltratos a este Reino desde hace muchos años, como nadie de buena fe puede negar que en los últimos cuatro han sido más y más sonoros que antes. Pero ahora no importan tanto el pecado como poner en su sitio al pecador que, por cierto –y conviene reiterarlo– también es quien tercamente se empecina en no introducir retoques a una Ley, la de Costas, que otros –Baleares, Canarias y Andalucía– ya tienen.

Esta es otra cuestión importante –en sectores industriales amplios y también sociales– para no pocos –y legítimos– intereses particulares. Ambos asuntos, por cierto, son la consecuencia de la flagrante incompetencia de quienes dirigen aquí una llamada “transición ecológica”. Que mejor hubieran hecho en bautizarla como “improvisación medioambiental” y cuyo plan, si lo hay, se conoce hasta ahora solo como catálogo de prohibiciones y/o limitaciones cuya adopción aparenta realizado sin respaldo científico suficiente, sin plazos y sin dotación económica clara. Por cierto, solo fundamentada en unos fondos europeos de los que se desconoce casi todo salvo la teórica cifra oficial.

Cierto que nada de esto debería suponer una sorpresa ante el desbarajuste que promueve un Gobierno que anuncia y aprueba a machamartillo impuestos nuevos y sine die sobre “ingresos” de las empresas eléctricas cuando Europa lo hace solo para los “beneficios extraordinarios”, en cuantía media y solo referidos a los últimos tres años. España, por medio de su gobierno, tendrá que rectificar una vez más: nadie podrá confirmar en serio las baladronadas de algunos que insisten en que don Pedro “ejerce liderazgo” en la Unión tras semejantes errores y la serie de ocurrencias de sus ministros/as. Y no es necesario concretar más: todo el mundo sabe ya de quiénes se trata.