La noticia –publicada en FARO DE VIGO– sobre el trabajo de un grupo de especialistas acerca de aspectos diferentes de lo que ocurre entre la juventud actual aporta una serie de cifras que, desde un punto de vista personal, dan miedo. Y obligan a formular dos preguntas: qué es lo que está pasando y, otra, por qué. Es cierto que utilizar la palabra “miedo” puede inducir a que aumente, o que en eso se convierta lo que quizá ahora sea sólo desasosiego, pero probablemente afirmar que lo que sucede “no es normal” sea compartido por una mayoría sustancial de las sociedades gallega y española.

La estadística según la cual dos mil jóvenes admiten haber sido víctimas de agresiones sexuales, y la confirmación de que un alto porcentaje se produce con la complicidad o el silencio de muchos durante “fiestas” en las que el alcohol y las drogas ejercen en bastantes casos de causa principal de los ataques induce a una tercera pregunta. A la vista de la nutrida asistencia que suelen registrar ese tipo de encuentros, convendría calcular –siempre hay modo– cuántas víctimas más habrá que no reconocieron por timidez o temor haber padecido agravios semejantes o aún peores si cabe a los que aparecen comprobados en ese estudio.

Sin la menor pretensión de aportar otra cosa que una visión exterior a los datos de un estudio especialmente útil y, sobre todo, extraordinariamente oportuno, quizá sí proceda alguna reflexión. La primera acerca de la posibilidad de que una parte de la sociedad actual haya olvidado, perdido, rechazado por “antiguos” o superados, un conjunto de valores –familiares, escolares, de convivencia, hasta políticos y cívicos– que van desde el respeto a la verdad, a la tolerancia hacia otras ideas y, en el terreno de la patología social, si es que puede llamarse así, la creciente sensación de que la fuerza, la violencia, es una manera de resolver los conflictos. Con respeto a una sola ley la de la selva.

Se pueden ver las cosas de otro modo, pero hoy en día parece que la decisión de imponer la voluntad de unos contra otros incluso por encima del derecho y la razón es un factor válido –y lo que es peor, asumido– para que el “fuerte” haga lo que quiera con el “débil”. En ese sentido, el estudio –desde una opinión particular– habla y analiza delitos, pero sobre todo conductas, previas o posteriores, y que la mayor parte de las veces están en el origen de aquellos. Conductas individuales, pero también colectivas –y familiares– que influyen en esas cifras que dan miedo y en la dificultad, más que probada, de ponerles coto, por falta de recursos y no pocas veces, por falta o escasez de atención.

No se trata de mezclar conceptos, y mucho menos de aumentar la alarma social. Sólo de contribuir a que un enorme problema tan significativo reciba la atención que necesita, tarea que sin duda será larga y difícil, cuanto antes y en serio. Esfuerzo que hay que redoblar, o quizá iniciar en serio, porque eso es Política de verdad, con mayúscula, y la que necesita un país cuyo segmento de población más joven y dinámico está ya amenazado por otras causas diferentes. Desde el paro y la desesperanza hasta la falta de estímulos para superar las crisis personales o materiales, y el mal ejercicio de la otra política, con minúscula, plagada de actitudes superficiales que confunden las ideas con la ideología –de derechas o de izquierdas–, siempre en una radicalidad que hace imposibles los diálogos. Y que llevan a la angustia.