Me dicen, por ser yo asturiano, que Vigo y Gijón tienen muchas cosas en común. Y es verdad. Pero a mí a la ciudad a la que realmente se me parece Vigo es a la de Buenos Aires: las avenidas con edificios que emulan a los de las grandes capitales europeas, las fundaciones culturales, los museos, las librerías, los negocios de anticuariado, la población joven, la extensión del área metropolitana, la soltura en el buen hablar y en el escribir, y su historia cultural entrelazada con la de la prosperidad económica.

Por otra parte, el irrompible vínculo que se ha establecido entre Galicia y Argentina, y con toda Iberoamérica, a través del puerto de Vigo, ha hecho de esta ciudad el propileo de España ante los que vienen, navegando, de América o viajan a ella.

Tiene Vigo un centro espiritual en la Concatedral-Basílica de Santa María, en la que el Santísimo Cristo de la Victoria es venerado multitudinariamente, en estos días primeros del mes de agosto, en los actos de la novena religiosa que precede a los festejos locales en su honor y a una procesión como habrá pocas en España. Es imposible calcular el número real de asistentes. Son miles y miles.

Y he tratado de imaginar lo que pensaría Concepción Arenal, adalid del feminismo, de acendradas convicciones católicas, natural de Ferrol (1820) y residente en Gijón (1875-1879) y en Vigo, en donde falleció (1890-1893), al ver procesionar por las calles de la ciudad gallega al Santísimo Cristo de la Victoria.

Lo he hecho porque sé que tanto el dolor como la compasión eran de gran significación para ella. ¿Y quién es, en la historia, el más alto ejemplo de dolor y de compasión sino Cristo crucificado, que, una vez al año, en el primer domingo de agosto, recorre Vigo?

Se cuenta que, cuando alguien instó a Enrique Tierno Galván para que retirara un crucifijo de su despacho en el Ayuntamiento de Madrid, el alcalde opuso esta razón: «La contemplación de un hombre justo que murió por los demás no molesta a nadie. Déjenlo donde está».

Y esto es precisamente lo que sabe apreciar la amplia extensión de la ciudadanía. Y pongo, a bote pronto, dos ejemplos. Uno: la imagen de Jesús del Gran Poder, con la cruz a cuestas, peregrinó el año pasado desde su basílica en la plaza sevillana de San Lorenzo hasta las zonas periféricas de la ciudad de Sevilla, en el marco de una Santa Misión, al cumplirse lo cuatrocientos años de la talla. Pues bien, doscientas mil personas acompañaron a Jesús del Gran Poder desde su salida hasta su retorno a la basílica.

Dos: en la pasada Semana Santa, un millón de personas participaron en la Madrugá de Sevilla, según ha informado el Ayuntamiento de la ciudad. Son seis hermandades las que salen a la calle esa noche, cierto. Unas con la imagen de Cristo; otras, con la de la Virgen. Sin embargo, la cifra total da que pensar y es como para preguntarse si el laicismo ha avanzado de verdad tanto como sus ideólogos pregonan.

Y es que ante una imagen de Cristo crucificado enmudecen las disertaciones sobre si la piedad es auténtica o mera tradición o una invención de la mente humana, porque hay que ser muy insensible para no conmoverse ante alguien que, siendo inocente, ha sido condenado injustamente a muerte, escarnecido y clavado en un poste.

Todo por amor a los demás, para que otros vivan y se abra ante ellos, sin renunciar a hacerles frente a las dificultades, un nuevo horizonte de esperanza. Cristo en la cruz, con su silencio, habla de un dolor que adecuadamente entendido y atendido produce fruto, y de un amor que reconcilia, une y eleva a la humanidad entera, que, si se dejase iluminar por su palabra y lo siguiese, como hacen miles de personas cada mes de agosto en Vigo, la llevaría a alcanzar unas metas que, logradas, serían ya un adelanto, en el tiempo, de aquella que ha de ser la victoria última, total, definitiva y eterna sobre el pecado, la muerte y toda suerte de mal.

*Vicario general de Oviedo y predicador de la novena del Santísimo Cristo de la Victoria en la Concatedral-Basílica de Vigo