Esta secuencia me ha venido a la cabeza de forma inesperada. Después de analizarla, me pareció bastante fidedigna y ordenada en su cronología ascendente.

Desde que nacemos hasta nuestro ocaso, las condiciones biológicas y psíquicas de cada individuo, así como otros avatares y circunstancias que suceden a lo largo de la vida, unidas a nuestra capacidad para superar cualquier proceso traumático de origen sanitario o social, determinan la resistencia singular de cada individuo contra la adversidad. Nuestro paisano Cela lo resumió en una frase: “el que resiste, gana”.

Observamos cómo de forma aleatoria unos continúan en el planeta a pesar de sus excesos, recordemos al nonagenario Santiago Carrillo cigarro en ristre o a los octogenarios Rolling Stones saltando en el escenario a pesar de haber llevado una vida licenciosa de sexo, drogas y rock and roll, mientras que otros, por desgracia, se quedan por el camino sin haber hecho nada fuera de lo recomendado. Por eso he pensado que estos tres momentos “R” pueden llegar a definir nuestro paso por la tierra.

La resistencia nos permite estar en pie y seguir en la lucha diaria desde el ámbito físico. El cuerpo necesita suministro energético para realizar las actividades diarias. Lo resuelve transformando los alimentos en energía a través de un proceso aeróbico, que requiere oxígeno y otro anaeróbico que ayuda en los esfuerzos que demandan más potencia. El primero aumenta nuestra resistencia cardiovascular y el segundo nuestra fuerza muscular.

La OMS está obsesionada en potenciar tanto el ejercicio aeróbico (andar, nadar...) como el anaeróbico (sentadillas, zancadas...), por su importancia para conseguir gozar de una salud óptima a largo plazo, es decir en la longevidad. Por eso es perentorio huir del “sillón ball” en sentadas eternas de binge-watching, denominación que hace referencia al visionado de todos los capítulos de una serie de un tirón. Esta postración es una especie de enemigo silencioso que, sin enterarnos, va destrozando lentamente nuestra capacidad motora.

La resiliencia, tiene más que ver con la “cabeciña” y se define como la capacidad para adaptarse a las situaciones adversas que nos depara el tránsito vital con la finalidad de darles la vuelta para ponerlas a favor. Es decir, en vez de estar viviendo en la queja constante sobre la mala suerte cuando nos sucede algo negativo, ser capaz de salir beneficiado de esa experiencia y convertirla en un aprendizaje. Parece que la “generación de los sucedáneos” (achicoria, cascarilla...) venimos con la resiliencia de serie. Me siento más identificado generacionalmente con la acepción local de “sucedáneos”, que con la anglo de baby boomers. El resiliente vivió hasta ahora ajeno a esta denominación a pesar de que su práctica fue una constante desde la niñez. Aquello de “el profe me tiene rabia”, no colaba en casa. Los progenitores sabían que la adaptación a entornos más o menos hostiles preparaban para la realidad de la vida, que por cierto no toda es un camino de rosas.

La tercera “R” la residencia es ya otro cantar, pues tras superar durante el periplo vital los avatares de resistencia física y psicológica desde la resiliencia, llega un momento en el que la vida se merma y entramos en una curva para la que es necesario diseñar un “plan de contingencia” individual pues cada persona es un mundo. Para esto, aunque no hay fórmulas mágicas, la sociedad debería facilitar, a los que superan la vejez, el mejor tránsito para su entrada en la ancianidad y la dependencia.

Para pillar resistencia y seguir siendo resiliente me voy a tomar un descansito estival que también lo necesitamos los jubilados que optamos por una vejez audaz. Nos vemos de nuevo en septiembre.