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Luis Carlos de la Peña

Emérito

La historia enseña que a los españoles la idea de monarquía o república nos es ajena. Aprobamos alternativamente textos constitucionales consagrando una forma u otra de Estado, pero apenas aplacado el inicial entusiasmo popular, la corona parece perder su brillo y el gorro frigio su apresto. Además de costarnos discernir una abstracción como pueda ser la forma de Estado, somos un país tendente al cantonalismo, al particularismo y a la democracia directa.

A la máxima representación del país nos cuesta encontrarle y, sobre todo, mantenerle sus funciones utilitaristas. Preferimos las mágicas. Durante mucho tiempo se nos hizo creer en una predisposición congénita hacia los caudillos providenciales, al héroe, a poder ser armado con un espadón. El ahora rey emérito padeció un proceso de glorificación tras el 23F, cuando ante un Congreso lleno de diputados por los suelos enfrentó su uniforme de capitán general al intento de golpe militar. De aquellos polvos estos lodos.

Tras múltiples vicisitudes de Juan Carlos I en el pleno ejercicio de sus prerrogativas como jefe de Estado, el entusiasmo hacia su persona y oficio se trasformó en estupor e ira. En consecuencia, no lo duden, muchos apasionados monárquicos han engrosado las enfervorizadas filas del republicanismo, un movimiento pendular propio de nuestra historia y, ceñidos al caso, no exento de buenos motivos. El tránsito de las alturas al barro ha abundado en circunstancias chuscas: amantes, safaris, dineros, regularizaciones fiscales, propósitos de enmienda, abandono del país… y regreso.

En buena parte de este trasiego, en la parte que le ha tocado, el Gobierno de Pedro Sánchez hace como si se pusiera de perfil, dejando a la Casa Real, al propio rey vástago del anterior, la apariencia de poder ordenar las idas y venidas, los desalojos y las distancias, como si todo ello fuera un asunto de familia burguesa del barrio de Salamanca. Sánchez actúa con un cinismo y una irresponsabilidad institucional que merecería su puntual y debida crónica.

Entre el desgaste propiciado por las propias acciones y el calculado distanciamiento del Ejecutivo, el rey emérito reinicia una vida que será cualquier cosa menos normal y privada. Rodeado de balandristas y arribistas de última hora, Juan Carlos I se presta a un espectáculo que alguien debiera ahorrarle y ahorrárnoslo.

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