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G. Cuartango

Vigo es Domingo Villar

La novela negra ha sido desde su nacimiento con Dashiell Hammett un instrumento de denuncia social. Pero, sin desdeñar esta función, muchos autores del género han creado espacios geográficos y sentimentales para ubicar sus narraciones. Barcelona y Las Ramblas fueron escenarios habituales de las novelas de Vázquez Montalbán, Andrea Camilleri recreó Sicilia en sus intrigas, Ian Rankin recorrió minuciosamente las calles de Edimburgo con su inspector Rebus, James Ellroy situó la corrupción policial en Los Angeles y Petros Márkaris diseccionó las contradicciones de la sociedad griega en los barrios de Atenas.

Siguiendo esta tradición, seguramente por instinto, Domingo Villar eligió Vigo como telón de fondo de su trilogía de Leo Caldas, el inspector local elevado ya a la categoría de mito literario. La ría, los bares y las tabernas, los parques, los paisajes, el vino, las playas y los puertos y la topología de la ciudad no sólo están presentes en sus novelas, sino que adquieren el carácter de protagonistas de la trama porque los espacios son tan importantes como la acción. Lectores de los 19 idiomas a los que sus libros han sido traducidos pueden familiarizarse con estos parajes.

En Ojos de agua, publicada en 2006, la acción gira en torno a la torre de Toralla en Canido, donde el saxofonista es asesinado. Comenté con él en algunas ocasiones el privilegio de vivir en este lugar a mitad de camino entre el cielo y el mar. Y fue él quien me contó la historia de la torre y su problemática construcción. Antes de escribir su primera obra, había visitado esta edificación en varias ocasiones para documentarse.

Su segunda novela fue La playa de los ahogados, que salió a las librerías en 2009 y que fue llevada al cine por Gerardo Herrero. La trama se desarrolla en la playa de la Madorra en Panxón, donde aparece un misterioso cadáver. Caldas va tirando del hilo de una compleja investigación hasta descubrir que el asesinato tiene raíces en un pasado oculto y turbulento que nadie quiere sacar a la luz.

En la película de Herrero, que no le gustó demasiado a Domingo Villar, podemos ver Playa América, el puerto de Nigrán, Monte Ferro y Monte Lourido, donde vive el culpable en una casa situada en la ladera. Unos lugares habituales en la vida de Domingo, que cada mañana de todos los meses de agosto se sentaba en Playa América frente al chalé Quirosno, inconfundible por su atalaya desde la que se domina la bahía con Baiona enfrente.

"Hablábamos de libros, de vino y de fútbol y muy poco de política. La conversación seguía en las frías aguas atlánticas y él disfrutaba como un niño con las olas"

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Allí se congregaban todos los amigos de Domingo con sus mujeres y sus hijos. Su silueta, con su gorra y su camiseta, ligeramente inclinado hacia el mar y con las manos a la espalda, era familiar desde hace muchos veranos para todos los que nos sentábamos a su lado: Guillermo, Eduardo, Alfredo, Jesús y otros viejos conocidos. No habitualmente, pero sí en algunas ocasiones, Domingo y yo recorríamos la playa. Unas veces, en dirección a Panxón y otra hacia la casa con embarcadero que hay muy cerca del Monte Lourido. Hablábamos de libros, de vino y de fútbol y muy poco de política. La conversación seguía en las frías aguas atlánticas y él disfrutaba como un niño con las olas.

A Domingo Villar le gustaba cenar en Angelito, el restaurante que hay cerca de la sempiterna churrería, donde iba a comprar churros para sus hijos. En más de una ocasión, siguiendo mi recomendación, cogía el coche e iba a llevarse unos croissants de la panadería de la Santísima Trinidad en Baiona, junto al bello crucero desde el que se contempla Nigrán al otro lado de la bahía.

El verano pasado, a finales de agosto, Domingo y Beatriz, su mujer, se acercaron al puerto de Baiona para cenar conmigo y con Eduardo e Inma. Recuerdo que comimos costillas de cerdo, que estaban estupendas, en el bar de la terminal de la que salen los barcos para las Cíes. Unos días antes, habíamos cenado en el nuevo O Refuxio rehabilitado, una vieja tasca de Baiona de gran éxito.

En su tercera y última novela, El último barco, aparecida en 2019, Domingo centra la acción en Tirán, junto a Moaña. La iglesia, el cementerio y la playa del lugar son escenarios de una trama en la que una mujer desaparece sin dejar rastro tras tomar el ferry hacia Vigo. Me dio a leer las galeradas de su obra y yo le sugerí que cortase 200 páginas, pero afortunadamente no me hizo caso. Era un perfeccionista que escribía y reescribía todos sus libros. Este último tardó seis o siete años en concluirlo. Se iba a llamar Cruces de piedra, pero decidió cambiar el título.

En Moaña se halla el restaurante Marusia, en el que se come un excelente arroz con almejas. Tiene un cobertizo construido sobre unas tablas que se adentra en el mar. Desde allí, se disfruta del accidentado paisaje de Vigo al otro lado de la ría. Fue Domingo el que me recomendó este establecimiento, al igual que otra tasca de Cangas de Morrazo, cuyo nombre no recuerdo.

Era un gastrónomo y un aficionado a los vinos. Lo segundo le venía de familia porque su padre fue el propietario de Pazo San Mauro, una bodega que vendió tras la crisis de los negocios familiares. Siempre le pesó la decisión. A Domingo le gustaba probar nuevos restaurantes. Pero siempre volvía al Eligio, convertido en un refugio sentimental y un lugar de inspiración literaria. El Eligio aparece siempre en sus novelas y era habitual en sus conversaciones. En una ocasión, mientras paseábamos por El Retiro, me contó la historia y los personajes de esta taberna, situada en el centro de Vigo.

“Su muerte nos ha dejado un vacío que nunca podremos llenar, pero siempre nos quedarán Vigo y Nigrán para recordarle”

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No es casualidad que, tras la muerte de Domingo, Bea, sus hijos, sus hermanos y sus amigos acudiéramos allí a beber una copa de ribeiro en su honor. Brindamos por él y entonamos su canción favorita: azzurro, il pomeriggio è troppo azzurro e lungo per me. Allí estaban sus libros junto a la pared y la mesa con una placa con su nombre.

A Domingo le gustaba el color azul y, sobre todo, el azul celeste porque era céltico hasta la médula. Una de las mayores ilusiones de su vida era ver ganar la Liga al Celta junto a sus tres hijos. Pero no será posible. Horas antes de sufrir el infarto cerebral, había estado en Balaídos para animar a su equipo del alma.

El último barco es un recorrido por la topografía de Vigo, de suerte que yo le había pedido que me enseñara el parque donde vive el mendigo que aparece en su novela. También habíamos acordado que este verano haríamos el recorrido de Tirán a Vigo y que luego comeríamos en el Eligio. Tampoco esto podrá ser. Su muerte nos ha dejado desolados, ha provocado un vacío que jamás podremos llenar. Por mucho que demos vueltas a su pérdida, lo sucedido carece de sentido. Siento una enorme rabia y frustración. Este verano nada será lo mismo, pero siempre nos quedarán Nigrán y Vigo, su ciudad natal, para recordarle. Vigo es Domingo y Domingo es Vigo. Para siempre.

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