Faro de Vigo

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Paso por la puerta de un estanco y hay cola, un hombre enjuto pregunta quién es el último y yo continúo mi paseo por este barrio extraño en el que parece domingo y un perro ladra como pidiendo ser adjetivado, rotundo, ronco, bravío y bizco. Más adelante topo con la terraza de una cafetería, mesas en disposición anárquica, conversaciones que medio oigo, vasos que chocan, un hombre que le dice a otro que quiere comprarse unos zapatos. Miro los que lleva y los veo gastados, marrones; zapatos como de haber recorrido la vida tres veces o un camino polvoriento que llevase a la decadencia. Miro mis propios zapatos, que son unas deportivas con pretensiones y una letra en el empeine. Letra algo fosforescente como el luminoso que ilumina para nadie en este día soleado la entrada de un establecimiento dedicado a la expendeduría de muebles. Dentro, una chica pareciera querer mimetizarse y ser una mesa más, una silla, un aparador, un taburete. Está inmóvil y no sé si es la dependienta, una clienta o una esbelta lámpara. Tengo prisa por no llegar. Sigo. La baldosa que piso habrá sido pisada hoy ya por cientos de personas de todo tipo y condición, profesión y edad, tal vez por muchos niños, dado que cerca hay un colegio.

Asocio la palabra ‘colegio’ a la palabra ‘recreo’ pero es pronto para descansar y aprieto el paso como lo aprieta un personaje secundario de una mala novela que huye de un señor con gabardina que le persigue. No es ciudad de gabardinas. Predominan los chalecos, los plumones, los abrigos de paño, el falso cuero. Nos hemos vetado el gabardineo en esta latitud de mar pero de sequía, gabardinas secas que descansan en los armarios o en las tiendas. Gabardinistas teóricos, me compraría una gabardina, quién no ha oído eso.

Desemboco como un río tristón en una gran avenida y el ánimo se me eleva al ver el gentío, los coches, los biciclistas, mozalbetes en patinete y reclamos publicitarios. La corriente me lleva hacia el sur mientras un señor con cara de salmón remonta como puede y un cura me adelanta por la izquierda hablando por teléfono: que no se mueva de allí, le oigo decir. Fantaseo con quién no ha de moverse de allí. Un orate, un díscolo, un blasfemo, alguien necesitado de confesión o tal vez el fontanero que por fin se ha llegado a la parroquia o a la casa de este hombre, corresponsal de Dios en la tierra pero con problemas de grifería o humedades como cualquier sobrino de vecino.

Alguien me saluda ceremonioso y raudo, biencarado y flequillero pero yo no caigo en quién es, tal vez un excompañero de pupitre, un pescadero, un notario o un vecino del edificio en el que está mi oficina. Avanzo. Un lotero grita y si no grita me viene bien que lo haga para meterlo gritón y despeinado en este texto. Grita con barba de tres días (¿o son dos?) blandiendo un racimo de décimos.

Le aparto la mirada y es tal vez en ese instante que jamás volverá cuando he apartado, también, por tanto, por qué, la mirada de la suerte, los millones, el champán y el estoy contento de que haya tocado en mi ciudad aunque yo no haya comprado. Un obrero vestido de obrero va y pide un décimo y me lo imagino unos días después diciéndole a un reportero temblón este premio es para tapar agujeros. Que a lo mejor es lo que va a hacer ahora, tapar agujeros con un cemento fresco que se volverá duro, no duro como el pedernal, duro como el cemento que es; que para eso lo han elegido y elaborado. Es duro pero es así.

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