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Joaquín Rábago.

Se ocultó la verdad sobre Afganistán

Cada vez se conocen más detalles de lo ocurrido realmente durante los últimos veinte años en Afganistán, y lo que se nos cuenta ahora pone en tela de juicio muchos de los avances democráticos logrados por la intervención de la OTAN.

Hubo un momento en que, para parafrasear a Vargas Llosa, “se jodió Afganistán” y fue cuando el enviado especial de EE UU, Zalmay Khalilzad, decidió recuperar a los corruptos y criminales señores de la guerra. Es decir, aquellos que habían arruinado al país en el conflicto civil afgano, pero que ayudaron al presidente George W. Bush en su guerra contra los talibanes, como hoy critica el exoficial alemán de la ONU Thomas Ruttig.

Khalizad y otros obligaron a la Asamblea Nacional Afgana a acoger, junto a los ya electos, a una cincuentena de individuos, jefes de milicias que antes de la llegada de los talibanes habían recurrido sistemáticamente al terror para gobernar en sus territorios. Así pudieron convertirse en vicepresidentes tipos tan sádicos como el tayiko Mohammed Fahim, acusado de matanzas y secuestros, o el líder uzbeco Raschid Dostum, que dio muerte a cientos de talibanes presos y que supuestamente había violado con botellas a sus opositores, según cuenta el excorresponsal en Afganistán del semanario Der Spiegel, Christoph Reuter.

Los nuevos gobernantes, a los que el presidente Ronald Reagan, en su campaña antisoviética, había calificado de “luchadores de la libertad”, se dedicaron sobre todo a vengarse de quienes habían sido sus enemigos y se valieron de sus cargos en el Gobierno sobre todo para llenar sus bolsillos. De esa forma se disiparon miles de millones inicialmente destinados a construir carreteras y centrales eléctricas, se compraron procesos judiciales, y la corrupción se adueñó del Estado afgano. Y llegó un momento en que Alemania y Estados Unidos habían invertido ya tanto capital político y económico que “se convirtieron en rehenes de su propio proyecto”, explica el periodista alemán.

Aunque cada vez aparecían más pruebas de fraude electoral por el entorno del presidente Hamid Karzai, la comunidad internacional parecía contentarse con el hecho de que al menos pudieran celebrarse allí elecciones.

Relata Reuter un incidente muy significativo, aunque ocultado en su momento a la opinión pública: la madrugada del 28 de octubre de 2009, tres terroristas atacaron una residencia para invitados de la ONU en pleno centro de Kabul, dieron muerte a los vigilantes, entraron en el patio y comenzaron a disparar contra la treintena de colaboradores de la ONU.

Un exmilitar estadounidense llamado Louis Maxwell, que seguía en el país como funcionario de los servicios de seguridad, trató de mantener a jaque a los terroristas, disparando desde el tejado de otro edificio, y todo ello sin que acudiese la policía aunque todo sucedía en pleno centro de la capital. Los terroristas accionaron sus cinturones explosivos y provocaron una matanza. Maxwell salió entonces a la calle y alguien le remató de un tiro sin que ninguno de los soldados afganos que había allí en aquel momento cerca moviese un dedo.

Todo ello lo grabó en un vídeo un empleado de seguridad alemán, pero se decidió entonces mantener en secreto lo ocurrido. No procedía investigar aquel suceso. Washington no quería desautorizar al presidente Hamid Karzai.

"El dinero atrajo a toda suerte de codiciosos y se creó una elite que frustraba cualquier intento de combatir la corrupción"

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Tras el trágico final de aquel atentado terrorista, la ONU retiró a la mitad de su personal en Kabul, se anuló la nueva convocatoria electoral decidida tras las irregularidades registradas en la primera, y el corrupto Karzai logró así repetir mandato.

El excorresponsal alemán cuenta también cómo en otra ocasión, unos soldados británicos de una unidad de elite descubrieron por casualidad un almacén de opio en una finca de Kandahar perteneciente al hermanastro de Karzai, algo que se decidió también ocultar. Karzai debió de hacerse la ilusión entonces de que los norteamericanos no iban a abandonar nunca a un país que debía interesarles por sus riquezas minerales, lo que le permitía al político afgano mandar a Washington, para su cobro, una factura tras otra.

Según Reuter, los llamados Equipos de Reconstrucción Provinciales, como se llamaban los cuarteles generales de las distintas fuerzas de la OTAN, trataron siempre de “comprar” la paz en sus respectivas provincias. Así se adjudicaron proyectos de obras públicas, se financiaron los medios de prensa y las empresas de seguridad locales, y la OTAN se convirtió en el mayor empleador del país. El dinero atrajo a toda suerte de codiciosos y se creó una elite que frustraba cualquier intento de combatir la corrupción.

Durante la presidencia de Barack Obama, su entonces vicepresidente, Joe Biden, abandonó enfurecido una cena en honor de Karzai después de que este responsabilizase exclusivamente a EE UU de la corrupción y las maquinaciones de las que Washington acusaba, por el contrario, al Gobierno afgano. Tal vez, sospecha Reuter, las prisas que ha mostrado ahora Biden para poner fin a la intervención occidental en Afganistán tengan algo que ver con lo que el actual ocupante de la Casa Blanca conoce de aquellos años.

Visiblemente harto de la malhadada aventura afgana, el presidente Biden ha justificado el abandono por sus tropas de ese país porque, según sus palabras, continuar allí en nada beneficia a “los intereses de seguridad de EE UU”. De lo que se desprende que el afianzamiento de la democracia en Afganistán no ha sido en ningún momento la principal preocupación de Estados Unidos, que tiene la mirada puesta ahora en China.

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